(octubre 77)
Pájaros Lanzallamas
Poesía
martes, 19 de marzo de 2024
Paulo Leminski - Carta a Régis Bonvicino
martes, 13 de febrero de 2024
Victoria Chang - Obituarios
Mi madre murió, sin paz, el 3 de
agosto de 2015 de fibrosis pulmonar, en su habitación de la casa de reposo
Aldea Walnut en Anaheim, California. La habitación nació el 3 de julio de 2012.
La Aldea no era realmente una aldea. No había nogales. Solo flores cortadas.
Algunos días antes, el enfermero del hospicio deslizó silenciosamente el
estetoscopio sobre los pulmones de mi madre y esperó que se inflaran. La forma
en que la espera se transforma en una herida. La forma en que el enfermero inhaló,
cerró sus ojos, exhaló y dijo lo siento. ¿Acaso la sangre se me subió a la cara
o a las puntas de mis dedos? ¿Volvió a abrir sus ojos antes o después de decir
lo siento? La forma en que la memoria es el zumbido después de un disparo. La
forma en que tratamos de recordar el disparo pero no podemos. La forma en que
la memoria se levanta y empieza a caminar luego de que alguien muere.
Los dientes de mi madre murieron
dos veces, una en 1965, todos arrancados debido a una periodontitis. Otra vez
el 3 de agosto de 2015. Los dientes postizos se encuentran en una caja en el
garaje. Cuando murió, los toqué, los olí, creí oír un gemido. Me metí los
dientes en la boca. Pero tener dos dentaduras solo me causó más hambre. Cuando
murió mi madre, me vi a mí misma en el espejo, sus palabras en mi boca como el
azúcar flor de una rosquilla. Sus últimas palabras fueron en inglés. Ella pidió
un Sprite. Me pregunto si su último pensamiento fue en chino. Me pregunto cuál
fue su ultimo pensamiento. Solía pensar que las palabras de una persona muerta
mueren con ella. Ahora sé que se dispersan, buscando un significado al que
adherirse como un aroma. Mi madre solía recolectar flores de azahar en un tazón
pequeño y chato. Paso junto al árbol cada primavera. Siempre supe que el duelo
era algo que se podía oler. Pero no sabía que en realidad no es un sustantivo,
sino un verbo. Y que se mueve.
La privacidad murió el 4 de diciembre
de 2015. Mi hija llevó un globo que decía Mejórate pronto al cementerio. En
esta ocasión Peter Manning yace junto a mi madre. Un extraño tan cerca de ella.
Antes de que esta otra lápida apareciera, la lápida de mi madre todavía era mi
madre debido a la ausencia a su alrededor. La aparición de la nueva lápida y la
semejanza con su lápida sugería que mi madre también era una lápida, que mi
madre estaba enterrada bajo una lápida también. El día del entierro, contraté a
un sacerdote chino. No puede entender la mayoría de sus palaras porque no eran
sobre comida. Los hombres que habían cavado la tumba estaban parados esperando
con sus palas. Los miré a los ojos buscando algún signo de ahogo. Entonces me
di cuenta de que el cuerpo de uno de ellos no tenía sombra. Y cuando se alejó
caminando, el pasto no se aplastó. Su pala estaba limpia. Súbitamente reconocí
a este hombre como el amor.
La música murió el 7 de agosto de
2015. Hice un video con fotos antiguas y música para el funeral. Elegí “Aleluya”
a capella. Porque en realidad no estaban cantando, sino llorando. Cuando mis
hijas entraron a la habitación, fingí que estaba escribiendo. Al contrario,
miraba las fotos antiguas de mi madre. Los patrones de tela en todas sus
blusas. La manera en que mantenía las manos juntas delante de su cuerpo. En
cada foto, la pequeña cartera marrón que ahora se encuentra debajo de mi
escritorio. En el funeral, mi cuñado bajaba el volumen de la música. Cuando no
estaba mirando, yo subía el volumen. Porque quería que esta gente sintiera lo
que yo sentía. Cuando yo no estaba mirando, volvió a bajarlo. Al final del día,
alguien se llevó el equipo y los parlantes. Pero la música seguía ahí. Esta fue
mi primera percepción del duelo.
La memoria murió el 3 de agosto
de 2015. La muerte no fue repentina, sino lenta durante una década. Me pregunto
si, cuando la gente muere, escucha una campana. O si saborean algo dulce, o si
sienten que un cuchillo los corta por la mitad, arrastrándose a través de la
carne como una torta. La cuidadora que presenció la muerte de mi madre renunció.
Ella posee la memoria y las imágenes y ahora se han ido. Por el resto de su
vida, los recuerdos serán suyos. Dijo que mi madre no podía respirar y luego
tuvo su último aliento veinte segundos después. La forma en que me he imaginado
un beso con muchos hombres a los que nunca he besado. Mi recuerdo de la muerte
de mi madre no puede ser un recuerdo sino una imaginación, cada vez que sopla
el viento, las hojas se despliegan de manera ligeramente distinta.
De Obit (Universidad Austral de Chile, 2023) Traducción de Carlos Soto Román
domingo, 11 de febrero de 2024
Sophie Calle - Historias reales
LOS ZAPATOS ROJOS
Amelie y yo teníamos once años. Y el hábito de
robar en tiendas departamentales los jueves por la tarde. Lo hicimos por un
año. Cuando su madre comenzó a sospechar nos dijo, para asustarnos, que un
policía nos había descubierto y acusado, pero por ser tan chicas, nos había
dado otra oportunidad. Iba a seguirnos, y si dejábamos de robar, se olvidaría
del asunto. Durante las siguientes semanas pasamos la mayoría del tiempo
preguntándonos quién era el policía oculto entre las personas que nos rodeaban.
Nos concentramos tanto en despistarlo que dejamos de robar. Nuestro último golpe
fue un par de zapatos rojos demasiado grandes. Amelie se quedó el derecho y yo
el izquierdo.
LA CIRUGÍA PLÁSTICA
Cuando tenía catorce mis abuelos sugirieron que
necesitaba cirugía plástica. Hicieron una cita con un famoso cirujano y se
decidió que mi nariz tenía que ser enderezada, que una cicatriz de mi pierna
izquierda tenía que ser cubierta con un pedazo de piel de mi culo y que mis
orejas tenían que ser restiradas. Tenía dudas, pero me tranquilizaron
diciéndome que podía cambiar de opinión hasta el último momento. Aunque, al
final, fue el mismo Doctor F. quien puso fin a mi dilema. Dos días antes de la
operación, se suicidó.
LOS GATOS
Tuve tres gatos. Félix murió al quedarse encerrado por accidente en el refrigerador. A Zoe se me la quitaron cuando nació mi hermano menor, al que odié desde ese momento. A Nina la estranguló un hombre celoso que me dio, un poco antes, este ultimátum: al dormir, el gato o él. Opté por el gato.
LA CAMA
Era mi cama. Dormí en ella hasta los diecisiete.
Luego mi madre la puso en un cuarto que rentaba. El 7 de octubre de 1979 el
inquilino se acostó y se prendió fuego. Murió. Los bomberos tiraron la cama por
la ventana. Estuvo ahí, en el patio del edificio, por nueve días.
LA CORBATA
Lo vi por primera vez en 1985, en una charla que
dio. Me pareció atractivo, pero una cosa me molestó: llevaba puesta una corbata
fea. Al día siguiente le hice llegar, de forma anónima, una delgada corbata
café. Luego, lo vi usarla en un restaurante. Por desgracia, no combinaba con su
camisa. Entonces, me di a la tarea de vestirlo de pies a cabeza: le enviaría
una prenda cada año en navidad. En 1986, recibió un par de calcetines grises de
seda; en 1987, un suéter negro de alpaca; en 1988, una camisa blanca; en 1989,
un par de gemelos de chapa de oro; en 1990, un par de boxers con un patrón
navideño; nada en 1991; y en 1992, un par de calzones grises. Algún día, cuando
esté completamente vestido por mí, me gustaría presentarme.
El EXAMEN MÉDICO
Me hicieron un examen médico. Tuve que llenar un
cuestionario de 6 páginas con casi 300 preguntas. En todas, salvo en una,
respondí NO. ¿Ha contraído rubeola, viruela, cólera, varicela, tétanos,
tuberculosis, fiebre amarilla, escarlatina o tifoidea? ¿Ha padecido soplos
cardiacos, colesterol alto, hipertensión, diabetes? ¿Es propensa al vértigo? ¿Tiene
dolores de cabeza, de estómago, palpitaciones, náuseas, niños, alergias,
embolias, piedras en los riñones, mareos, ataques epilépticos, dolores de
espalda, desórdenes gastrointestinales, encías inflamadas, problemas de
audición, visión borrosa? Y de repente, de la nada, perdida en ese mar de
preguntas, esta: “¿Se siente triste?”.
QUIÉN ERES
Eliminar contacto. Difícil.
Cuando
murió mi padre, no borré su número de mi teléfono.
Ayer
le marqué por error y colgué al instante.
Unos
minutos después, su nombre y su foto aparecieron en la pantalla.
Bob me había enviado un mensaje.
LA VISTA DE MI VIDA
La ventana de mi cuarto da hacia un pastizal. En
el pastizal hay toros, y en los toros, pájaros garrapateros. A la izquierda,
las ramas de un sauce llorón. Hileras de fresnos y tamariscos a lo lejos. Hay
garcetas y, ocasionalmente, una cigüeña. Nada destacable y, sin embargo, la
pradera brilla. Ni siquiera podría calcular las horas que me he pasado
mirándola, a través del mosquitero. Esta pradera, enmarcada por la ventana, es
la imagen que mis ojos han fotografiado más que ninguna otra. Es la vista de mi
vida.
¡EN VERDAD LOS ENGAÑASTE!
Una vez tuve una expo en el Museo de Arte Moderno
de Nueva York. Mi madre estuvo en la inauguración. Se quedó atónita al ver mis
piezas colgadas entre todos los Hoppers y Magrittes. Sin una pizca de malicia,
gritó: ¡En verdad los engañaste!
OBITUARIO
Monique quiso ver el mar una última vez. El jueves
31 de enero fuimos a Cabourg. El último viaje. Al día siguiente, “para que mis
pies luzcan lindos allá”: el último pedicure. Leyó Ravel, de Jean Echenoz. El
último libro. Un hombre al que admiró por mucho tiempo, pero que no conocía, la
visitó en su cama. La última vez haciendo amigos. Organizó el funeral: su
última fiesta. Los preparativos finales: eligió su vestido —azul marino con estampado
blanco—, una fotografía suya haciendo gestos para la lápida y su epitafio: ¡Ya me estoy aburriendo! Escribió un
último poema, para su entierro. Eligió el cementerio de Montparnasse como su domicilio
final. No quería morirse. Dijo que era la primera vez en su vida en que no le
habría molestado esperar. Derramó sus últimas lágrimas. Los días antes de su
muerte se mantuvo repitiendo: “Es extraño. Es tan estúpido”. Escuchó el
“Concierto para clarinete en La mayor, K. 622”. Por última vez. Su último
deseo: irse con la música de Mozart en los oídos. Su última petición: no se
preocupen. “Ne vous faites pas de souci[1]”.
Souci fue su última palabra. El 15 de
marzo de 2006, a las 3 p. m., su última sonrisa. Su último aliento, en algún
momento entre las 3:02 y las 3:13. Fue imposible de capturar.
HOY MURIÓ MI MADRE
Un
27 de diciembre de 1986, mi madre escribió en su diario: “Mi madre murió hoy”.
A
su vez, un 15 de marzo de 2006, escribí en el mío: “Mi madre murió hoy”.
Nadie
escribirá eso de mí.
Fin.
LA JIRAFA
Cuando
mi madre murió compré una jirafa disecada. Le puse su nombre y la colgué en mi
estudio. Mónica me mira con tristeza e ironía.
jueves, 4 de enero de 2024
Sarah Manguso - Algunos argumentos
En tercero de secundaria tenía mucho miedo de hablar con el muchacho al que amaba, así que le envié un corazón de papel negro cada semana, durante un año. No tenía miedo de él, tenía miedo de mi sentimiento. Era más poderoso que Dios. Si alguna vez hubiéramos hablado pude haber quemado el lugar por completo.
Nunca he visto un fantasma y no creo en ellos. Podría ver uno esta noche
e incluso así no creería en fantasmas. Creería en ese fantasma.
La oscuridad lo posee todo, pero nuestro sol sale tan a menudo que
pensamos que el universo es mitad oscuridad y mitad luz.
Escribo en defensa de las creencias que, me temo, parecen menos
defendibles. Todo lo demás se siente como tarea.
Una de las ideas que menos me gustan acerca de la escritura es que debemos
encontrar la voz propia como si estuviera dentro de nosotros, lista para ser
encendida como una pianola. Al igual que el carácter, su existencia depende de la
interacción con el mundo.
Cuando ya no esperé superar mis miedos, dejaron de ser una carga. La
esperanza es la que hizo de ellos una carga.
Llamarle fragmento a un pedazo de texto, o decir que está hecho de
fragmentos, es decir que él o sus componentes alguna vez estuvieron completos,
pero dejaron de estarlo.
Una mujer comienza el rumor de que me acosté con un hombre en la cama de
otra mujer. Quince años después la busco en internet y me encuentro tres mug shots. En la primera es la linda
pelirroja que recuerdo de la universidad (tal vez con un par de grietas en el
esmalte), pero en la última está gorda, arruinada. Todavía no la perdono. La
compadezco, pero no la perdono solo por ser lastimera. Odiarla es un acto de
respeto.
He escrito libros enteros con tal de evitar escribir otros libros.
Uno debe ser capaz de empatizar con un suicida, pero sin convertirse en
uno.
Es preferible imaginar que los demás te odian a aceptar la propia
insignificancia.
Hubo personas a las que deseaba tanto antes de tenerlas que la completa
experiencia de tenerlas fue dolor por mi vieja hambre.
Nos escondemos a plena vista, en nuestros cuerpos.
Las madres deben haberles cantado a sus bebés incluso antes de que
existiera la música como tal. Me pregunto qué pensaron de eso, cómo lo
entendieron. Ese canto.
Nada me parece más aburrido que la enésima reiteración de que el lenguaje
no es suficiente para describir los matices del mundo. Por supuesto que el
lenguaje no es suficiente. Aceptar eso es el punto de partida para aprovechar
sus capacidades. Para incrementarlas.
Un amigo siempre da el mismo consuelo a quienes tienen miedo de publicar
algún texto potencialmente vergonzoso. No
te preocupes, susurra beatíficamente, nadie
lo va a leer.
Me gusta la escritura irresumible, un núcleo que no puede ser condensado,
que debe enunciarse exactamente como es.
Conservo tres tipos de libros: los que quiero leer, los que quiero releer
y los que quiero abrir otra vez solo para comprobar lo malos que son.
La muerte revela lo que, de otra manera, habrías terminado. También lo
que nunca habrías acabado. Encontré las notas de un libro en el que una mujer
había estado trabajando por treinta años: dieciséis páginas.
Cada dos o tres años decido escribir algo solo por dinero y trabajo en
eso por un buen tiempo. Luego envuelvo su cadáver en plástico, lo sello en un
contenedor y lo escondo debajo de la casa.
Más mala escritura de la vida real: intenté cruzarme con alguien cada día
durante cuatro meses hasta que me di por vencida. Cuatro días después me lo
encontré sin proponérmelo. Cuatro horas más tarde me lo encontré de nuevo,
fuimos a cenar y compartimos un pedazo de pay.
En el largo momento después de haber completado un proyecto, a la deriva
en un océano sin viento, vuelvo a la idea de cierto libro imaginario que nunca
escribiré, una meta que jamás voy a alcanzar. Tan pronto como encuentro un
proyecto nuevo, empujo el libro imaginario lejos de mí, más allá del horizonte,
donde me esperará hasta la próxima vez que lo necesite.
En realidad hay dos clases de personas: tú y todos los demás.
Los malos libros se venden; la gente tiene mal gusto. Los malos libros no
se venden; la gente prefiere los grandes libros. Los grandes libros se venden;
después de todo, son grandiosos. Los grandes libros no se venden; son demasiado
grandiosos para ser entendidos. Los grandes libros se venden solo tras la
muerte de sus autores. Estamos cómodos con todos esos clichés, aunque no puedan
coexistir lógicamente.
Respeto a quien tuvo un solo éxito no por su éxito, sino por todos los
días que debe haber sufrido intentando otro.
El problema de establecer metas es que trabajas constantemente para
alcanzar lo que solías querer.
La felicidad comienza a deteriorarse una vez que la nombras.
Aquellos que reciben elogios por cualquier acto quedan lisiados por la
adoración. Crecen atrofiados, marchitos, pierden el impulso para continuar. El
elogio puede matar.
Solía perseguir las cosas que se acostumbran —sexo, drogas, barrios
bravos— para disfrutar de la sensación de desperdiciar mi vida, de coquetear
con el peligro. La maternidad finalmente sació ese apetito. Es una
autodestrucción que jamás se detiene y de la que nadie se da cuenta.
Luego de convertirme en madre me siento, al mismo tiempo, más y menos
sola. Me siento menos sola cuando considero a los otros anónimos, los miles de
millones de desconocidos que han compartido esta soledad particular.
En lugar de patologizar cada singularidad humana, deberíamos decir: Por la gracia de dicho comportamiento, este
individuo ha podido continuar.
De 300 arguments (Graywolf Press, 2017)
lunes, 11 de diciembre de 2023
Tres poemas de Matthew Dickman
PROBLEMA
Cuando tenía treinta y seis, Marilyn Monroe se llevó a la
cama
todas las píldoras para dormir. La hija de Marlon Brando
se colgó en el cuarto tahitiano
de la casa de su madre
mientras Stanley Adams se pegó un tiro en la cabeza. A veces
miras las nubes o los árboles y no se parecen
ni al suelo ni a las nubes ni a los árboles.
La artista Katy Chang
se prendió fuego y los hijos de Bing Crosby abandonaron
a los tiros su paso por la industria musical.
A veces me pregunto por la vida
interior de los osos polares. Deleuze, el filósofo,
se tiró al mundo por la ventana
para salir de él. Peg Entwistle, una actriz desconocida,
de liberó de la “H” de Hollywood,
cuando todo se veía en blanco y negro
y David O. Selznic era el rey, circa 1932. Ernst Hemingway
se llevó el caño a la sien en un pueblo de Idaho,
mientras su nieta, que era modelo, se trepó al árbol
familiar
y se pasó de pastillas. Mi hermano
se pegó parches de fentanilo en el cuerpo
hasta que el cuerpo dejó de serlo. Me gusta
el sonido de los gansos en el agua. Me gustan
los jabones que te dan en los hoteles porque son lindos.
Sarah Kane se ahorcó. Harold Pinter
le dio unas rosas cuando aún estaba viva
y Louis Lingg, el anarquista, prendió un cartucho de
dinamita
en su boca
aunque tardó casi seis horas
en morir. Ludwig II de Bavaria se ahogó
y lo mismo Hart Crane, Virginia Woolf y John Berryman. Si
estás
viajando y vas en tren, no te olvides de llevar
un libro. Andrew Martínez, el militante nudista, murió
en prisión, con una bolsa en la cabeza, desnudo,
y Potocki, el escritor y aristócrata polaco,
usó una bala de plata en 1815.
Sara Teasdale se tragó un frasco de pastillas
después de prepararse la bañera
en cuya agua se abrieron las venas
docenas de senadores romanos.
Larry Walters se hizo famoso
por volar con unos globos y una sillita plegable. Podía
subir
miles de metros. Era un hombre que volaba.
Se disparó en el corazón. Por las mañanas al levantarme
me lavo los dientes, me lavo la cara
y me pongo la ropa que más me gusta.
Quiero tratarme bien.
EL REGALO
Cuando, durante una
de nuestras temibles
noches
juntos en el sofá
planeando la huida
el uno del otro
como marineros hambrientos
en una isla
donde uno quería quedarse
bajo las palmeras
y tomarse de la mano
y escuchar el mar
aunque murieran de hambre
y la otra quería
irse, porque para ella
lo desconocido era siempre
mejor que lo conocido,
me dijo
que una de las razones
por las que quería
tener un hijo, tener
uno conmigo,
era que en algún lugar
en su interior sabía
que ella se iría
y quería que yo
tuviera algo cuando
se fuera. Un animal
para mí, un amigo en la isla,
alguien a quien amar
que no fuera ella. Creo que dije
“ah”. Creo que debí
decir gracias. Gracias
por esto. Como si
el hijo fuera un regalo
envuelto en papel brillante
enviado
por el ocaso, un gesto
de despedida que supuestamente
haría que la despedida
fuera sobre la vida y no sobre la muerte.
Dije “ah”
pero dentro de mi cuerpo
estaba caminando por
la nieve con Owen
en mis brazos
tratando de cubrir
su cara del frío.
Estaba caminando
por un bosque
de noche, tomando
la mano de Owen y tocando
una campana para encontrar
a su hermano mayor.
Qué regalo tan extraño,
pensé
“Ah”, pensé
y ese ‘ah’ significaba
ah, por supuesto, ¿quién
querría estar
conmigo?
Los chicos son
milagros, dice la gente.
Los chicos son
regalos, dice la gente.
Y sobre la muerte
algunos dicen que somos
comida para gusanos, mi amor,
somos comida para gusanos.
Pero yo creo
que somos sobras de miel
para mapaches.
Quería que tuvieras
algo, dijo ella,
y entonces
como Cristo
haciendo girar el agua
con sus largos dedos
para convertirla en vino
ella milagrosamente
se llevó todo
y me dio todo.
EL REINO ANIMAL
Cuando Owen nació
tenía miedo,
como todos los padres
primerizos tienen miedo,
de que se me cayera
y se rompiera
la cabeza, todavía
con forma de cono,
la forma que su cabeza
inteligentemente tomó
para escapar
del cuerpo de su madre
y entrar al mundo.
Empecé a tener sueños
larguísimos donde el cielo
se rompía y el alma
del cielo se escapaba
y se movía como un gigante
calamar rosa sobre
la galería de atrás,
la calle, el pasto.
Cuando me despertaba
me acercaba a él
y lo levantaba
y lo acunaba y pasaba
mis dedos por
su nueva columna vertebral
como un arpa. Yo tenía
algo que podría llamarse
ansiedad. No dejaba de pensar
en lo que pasaría
si le pisaba
la cabeza mientras estaba
acostado
en su mantita de lana,
cómo se sentiría mi pie
bajando y atravesándolo,
su piel de bebé,
su cráneo flexible.
Cómo el mundo entero
se convertiría en
un ataúd caleidoscópico
repitiéndose para siempre.
No dejaba de pensar
qué pasaría
si lo dejaba
en el auto, al sol
mientras paseaba
en el aire
fresco de algún sinuoso
pasillo de supermercado,
cómo las piezas de plástico
de su silla
se derretirían sobre él
y él sobre ella, cómo
su pañal estaría
cargado y caliente.
Y pensé en todos
esos padres
en el reino animal
que se comen a sus crías,
arrancan sus corazones
de sus pechos,
no porque tengan hambre,
o celos, no,
no por alguna antigua
secuencia atrapada
de ADN que aún no ha evolucionado,
sino porque no
saben cómo comerse a sí mismos,
que es lo que realmente
quieren, devorar
lo que más
odian, el vagón lleno de estrellas
del Yo, esa
bolsa de carne y huesos
que no pidieron ser.
Yo no pedí ser.
Pero acá estoy, enamorado,
acunando a este animal
humano sin pelo que viene
de un reino
de hormigas erguidas
con dedos en las manos y los pies.
Y mi único trabajo ahora,
en todo el mundo,
es no quebrar a mis hijos,
y a la vez,
enseñarles a no
quebrar a los demás,
aunque, claro,
lo voy a hacer y ellos también,
atrapados como estamos
y libres como cualquier otro animal.
martes, 5 de diciembre de 2023
Cuatro poemas de Martín Gambarotta
Dan a entender que podrías llegar
a ser como ellos, te alientan a que
intentes ser como ellos, te tratan
como si fueras igual a ellos
porque saben que nunca
serás uno de ellos.
Terminó el día
sin pedirle nada
tampoco el día
pidió nada
se consumió
su llama un poco
sucia
nadie tuvo nada
para dar salvo dar
otro día por perdido
el sol es una yema
llega la noche
cada uno hace su pedido.
El que se quiere matar
no es que crea
que no tiene futuro
proyecta el futuro en exceso
hasta volverlo
mercancía de su muerte
materia que mataría
en mente tiene
demasiados proyectos
que se condensan
en un solo proyecto
inmediato
su único fin
es proveerse un final
reducir todo a nada
para que
con un apagón definitivo
eso sea todo.
Todo sistema comienza
estafándose
a sí mismo
para así poder idear la manera
más eficaz de estafar a los demás
hasta que los demás sientan
el ansia por estafar como el modo
más natural de estar en el mundo.
De Sangría (Rapallo, 2023)
Cuatro poemas de Piedad Bonnett
BIOGRAFÍA DE UN HOMBRE CON MIEDO
Mi padre tuvo pronto miedo de haber nacido.
Pero pronto también
le recordaron los deberes de un hombre y
le enseñaron
a rezar, a ahorrar, a trabajar.
Así que pronto fue mi padre un hombre bueno.
(“Un hombre de verdad”, diría mi abuelo).
No obstante
—como un perro que gime, embozalado
y amarrado a su estaca—, el miedo persistía
en el lugar más hondo de mi padre.
De mi padre,
que de niño tuvo los ojos tristes y de viejo
unas manos tan graves y tan limpias
como el silencio de las madrugadas.
Y siempre, siempre, un aire de hombre solo.
De tal modo que cuando yo nací me dio mi padre
todo lo que su corazón desorientado
sabía dar. Y entre ello se contaba
el regalo amoroso de su miedo.
Como un hombre de bien mi padre trabajó cada mañana,
sorteó cada noche y cuando pudo
se compró a cuotas la pequeña muerte
que siempre deseó.
La fue pagando rigurosamente,
sin sobresalto alguno, año tras año,
como un hombre de bien, el bueno de mi padre.
ORACIÓN
Para mis días pido,
Señor de los naufragios,
no agua para la sed, sino la sed,
no sueños
sino ganas de soñar.
Para las noches,
toda la oscuridad que sea necesaria
para ahogar mi propia oscuridad.
FOTOS
Al otro lado del teléfono
mi hermana habla de fiordos, de glaciares,
de rías, de bahías,
de “sastrugis”
(que son dunas de
nieve).
No puedes —dice— ni imaginar los matices del blanco,
su belleza.
Y anuncia fotos, muchas fotos.
Yo no la decepciono:
también me agito, muestro mi deseo
de ver a su regreso
lo que no alcanzan a decir sus palabras.
No le digo a mi hermana lo que en su fondo sabe:
que lo que quiere atar allá se queda;
que en su maleta
ya se comienza a derretir la nieve;
que no hay segundos tiempos,
que escribimos historias
con flores disecadas y mariposas muertas
que asfixian con su polen nuestros días.
Le digo en cambio
que aquí estoy, esperando su promesa
LECCIÓN DE SUPERVIVENCIA
Nada hay de bello en el pepino o carajo de mar.
Es, en verdad, un animal sin gracia,
como su nombre.
En el fondo de los grandes océanos,
inmóvil, blando, amorfo,
permanece
condenado a la arena,
y ajeno a la belleza que encima de su cuerpo
despliega el mar.
Se sabe que
cuando el pepino de mar huele la muerte
en el depredador que lo amenaza,
expele
no sólo su intestino
sino el racimo entero de sus vísceras,
que sirven de alimento a su enemigo.
Con un limpio ritual
huye el pepino de aquello que amenaza con dañarlo.
Para sobrevivir queda vacío.
Liviano ya de sí y libre de otros
muda de ser.
Y poco a poco
sus entrañas
se recomponen.
Y vuelve a ser, en letargo de sal,
una entidad en paz que vive a su manera.
De Poesía reunida (Lumen, 2016)