viernes, 30 de junio de 2017

Adam Zagajewski - El indescriptible cinismo de la poesía



EL INDESCRIPTIBLE CINISMO DE LA POESÍA

El universo interior, donde la poesía es la soberana absoluta, tiene la particularidad de ser inefable. Es como el aire; aparecen en él corrientes, diferencias de temperatura y tormentas, pero su propiedad primordial es la transparencia total y absoluta. ¿Cómo actúa, pues, ese universo interior, que es inefable y, no obstante, nada desea tanto como expresarse? Se sirve de un subterfugio. Finge estar interesado, y mucho, por la realidad exterior. ¿Se hunde un gran estado? Estupendo, el universo interior está encantado: ya tiene un tema. La muerte aparece en el horizonte. El universo interior, que se cree inmortal, se estremece de alegría. ¿Una guerra? ¡De maravilla! ¿Un sufrimiento? ¡Albricias! ¿Los árboles? ¿Las rosas marchitas? ¡Todavía mejor! La realidad. ¡Bravo! La realidad es simplemente imprescindible; si no existiera habría que inventarla.
     La poesía se esfuerza por engañar a la realidad; finge preocuparse por sus pesares. Menea compasivamente la cabeza. Ay, otro terremoto —dice—. Oh, una nueva injusticia. Otra inundación, otra revolución. Otra vez alguien ha envejecido.
     La poesía teme que su secreto se descubra. Un día, la realidad se percatará de que el corazón de la poesía está frío. O que la poesía no tiene corazón, sino unos ojos enormes y un oído muy fino. De pronto, la realidad comprenderá que no ha sido para la poesía más que un pozo inagotable de metáforas, y se esfumará. La poesía se quedará sola en el mundo, muda, vacía, triste e intransmisible.



MATÉ A HITLER

Se me ha hecho tarde; soy viejo. Ya es hora de contar lo que sucedió en el verano de 1937 en un pequeño pueblo de Hessen. Maté a Hitler.
     Soy holandés, un encuadernador jubilado desde hace mucho. En los años treinta, me apasionaba la política europea, muy trágica por aquel entonces. Dicho sea de paso, mi mujer era judía, de modo que mi interés por la política no tenía nada de académico. Decidí liquidar a Hitler, yo solito, con métodos artesanales, precisos, como se encuaderna un libro. Y lo logré.
     Sabía que, en verano, a Hitler le gustaba viajar prácticamente sin escolta con un grupo reducido de amigos y que solía detenerse en los restaurantes veraniegos de pequeñas aldeas para comer a la sombra de los tilos.
     ¿A qué vienen todos estos detalles? Sólo diré una cosa: lo maté a tiros y logré huir.
     Era domingo, hacía bochorno, se avecinaba una tormenta, las abejas revoloteaban como ebrias.
     El restaurante se ocultaba bajo unos árboles enormes. El suelo estaba recubierto de una grava menuda. Era casi completamente oscuro y reinaba una modorra tan pesada que tuve que hacer un gran esfuerzo para apretar el gatillo. La botella de vino se volcó y el líquido rojo se derramó por el mantel de papel blanco.
     Después, corrí con mi pequeño automóvil como alma que lleva el diablo, pero nadie me perseguía. Estalló una tormenta, cayó un aguacero.
     Por el camino, tiré la pistola a una zanja poblada de ortigas; ahuyenté a dos ocas, que se dieron a la fuga tambaleándose torpemente.
     ¿A qué vienen tantos detalles?
     Regresé triunfante a casa. Me arranqué la peluca, quemé la ropa y lavé el coche.
     De poco me sirvió todo aquello porque, al día siguiente, alguien que se parecía al muerto como un huevo a otro huevo y que era quizá aún más despiadado que él ocupó su lugar.
     La prensa no hizo ni una sola mención al asesinato. Uno había desaparecido y había aparecido otro.
     Aquel día, las nubes eran completamente negras y el aire se pegaba a la piel como la melaza.



EL ÉXTASIS Y LA IRONÍA

En poesía se encuentran dos elementos contradictorios: el éxtasis y la ironía. El elemento extático está relacionado con la aceptación incondicional del mundo y de todo lo que tiene de cruel y absurdo. En cambio, la ironía es una representación artística del pensamiento, de la crítica y de la duda. El éxtasis está dispuesto a abarcar el mundo entero, mientras que la ironía, que sigue el rastro de las ideas, lo pone todo en tela de juicio, plantea preguntas capciosas, hace dudar del sentido de la poesía e incluso de sí misma. La ironía sabe que el mundo es triste y trágico.
     Que dos elementos tan distintos puedan dar forma a la poesía es algo desconcertante y, mirándolo bien, incluso embarazoso. No es de extrañar, pues, que casi nadie lea poemas.



EN DEFENSA DEL ADJETIVO

A menudo nos repiten que debemos suprimir los adjetivos. Un buen estilo —oímos decir— puede prescindir perfectamente del adjetivo; le basta el arco sólido del sustantivo y la flecha ubicua del verbo. Y, sin embargo, el mundo sin adjetivos es triste como el quirófano en el día de domingo. Una luz azulina se filtra a través de las ventanas frías, zumban en voz baja los mustios tubos fluorescentes.
     El sustantivo y el verbo son suficientes para los soldados y los dirigentes de los países totalitarios. Porque el adjetivo es el garante indeleble de la individualidad de los objetos y las personas. He aquí un montón de melones en un tenderete. Para un adversario de los adjetivos la situación no presenta ninguna dificultad. «Los melones están en el tenderete». Y lo cierto es que un melón es amarillento como la tez de Talleyrand mientras discurseaba en el Congreso de Viena, otro es verde, inmaduro y lleno de arrogancia juvenil, y hay uno que tiene la cara chupada y se ha sumido en un silencio profundo y fúnebre como si no pudiera acabar de despedirse de los campos de Provenza. No hay dos melones iguales. Algunos son oblongos, otros rechonchos. Duros o blandos. Huelen a campiña y a amaneceres o están secos, resignados a todo, asesinados por el transporte, por la lluvia, por las manos de unos desconocidos y por el cielo plomizo de un suburbio parisino.
     El adjetivo es para la lengua lo que el color para las artes plásticas. Pongamos por caso a ese señor de edad provecta que se ha sentado a mi lado en el vagón de metro: ¡es una mina de adjetivos! Finge dormitar, pero observa a los pasajeros por debajo de los párpados entornados. Por su rostro vaga una sonrisa guasona que a ratos se convierte en un mohín irónico. No sé si lo que habita en su interior es un desespero apacible, cansancio o un sentido del humor inmune a la acción destructora del tiempo.
     El ejército limita la cantidad de adjetivos. Sólo el adjetivo «uniforme» parece complacer sus ojos sin color. Ropa uniforme, carabinas uniformes. Quien, después de unas maniobras, se pone el traje de civil para ir a dar un garbeo por una ciudad de civiles recuerda la increíble explosión de adjetivos, colores, matices, formas y diferencias con la que saluda el cosmos repleto de individualidades bien marcadas.
     ¡Viva el adjetivo! Pequeño o grande, olvidado o actual. ¡Te necesitamos, oh adjetivo maltratado por los puristas! ¡Nos haces falta, oh adjetivo moldeable y esbelto que yaces ingrávido, ojo avizor, sobre los objetos y las personas, velando por que no se pierda el sabor vivificante de la individualidad! Ciudades sombrías y calles bañadas en un sol pálido y cruel. Nubes del color de las alas de las palomas y grandes nubarrones negros rebosantes de ira: ¿qué sería de vosotras sin las alígeras flotillas de adjetivos que siguen vuestra estela?
     La ética no sobreviviría ni un solo día sin adjetivos. Bueno, malo, artero, magnánimo, vengativo, apasionado, noble —he aquí unos vocablos que brillan como la cuchilla de la guillotina.
   Y, si no fuera por los adjetivos, tampoco habría recuerdos. La memoria está construida con adjetivos. Una calle larga, un día tórrido de agosto, un portillo chirriante que conduce al jardín y allí, entre las grosellas recubiertas de polvo estival, tus ingeniosos dedos («tus» también es un adjetivo —sólo que posesivo—). 



De Dos ciudades (Acantilado, 2006)
Traducción de J. Slawomirski y A. Rubió

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