miércoles, 31 de agosto de 2016

Cuatro poemas de Leonardo Sanhueza




AUTOMÓVIL

Los objetos parecen más lejanos
de lo que están en realidad.
El semáforo parpadea.
Después, en el sueño
aparece el hombre del taladro
recortado contra un fondo de estrellas
y llena de humo el telescopio.
Entonces pasa un aerolito.
Todo era verdad, incluida la bandera.
Pero detrás del muro está la playa.




YELTSIN

Ha muerto Boris Yeltsin, el chico de los Urales.
La prensa está dedicada a Cervantes ya a Shakespeare
y además trae las primeras fotos de las aves migratorias,
nubes de movimiento coordinado, pero impredecible,
que sin embargo se puede imaginar:
un cardumen de arenques y el coletazo de una ballena.
Allí está la estructura, es algo inmediato, cautivo,
aunque afuera las trayectorias no resistan un modelo
siquiera aproximado, sólo asociaciones libres
como el sueño que cuentan. Por eso nunca se ha visto,
en todo lo que va de la literatura, un río emocionante:
caballos sí, muchos caballos que pisotean el corazón,
pero los ríos han sido siempre líneas de flujo.
secuencias inmutables, que no se pueden ocultar
aunque más tarde caiga la nieve
y deje todo en el plano de los recuerdos.
¿Pero qué es lo que cuentan, Boris? Nada. O casi nada:
Que yo también tuve amigos deformes en la niñez,
la mano palmada, la oreja con forma de muñón,
lo habitual, ya sabes, pero el más estudioso
se llamaba Patricio y era hidrocefálico.
Un idiota. Una mala persona. Un cyborg
porque además de hidrocefálico era torcido
y llevaba una armazón como la de Frida Kahlo.
No creo que haya podido sobrevivir
para ver el estallido de nuestra primavera. 




1984

Como todos los niños me enfermé del pulmón
pero esta vez me late que perdí el camino
y ahora voy por un campo de girasoles
del que no veo el comienzo ni el final.
A mi hijo quizá le gustaría estar aquí,
En este lugar que sólo él sabría imaginar,
cuando corren las sombras de la nubes
y queda su nieve negra entre los dedos.
Desde aquí escucho su voz por las noches
pero él todavía no escucha la mía.
Lo escucho crecer, saltar, detenerse.
Escucho sus puños azules, sus pasos
inseguros sobre la escarcha de los senderos.
Pero él no escucha nada de mí
y eso es lo que me dice por las noches
con su oscura voz de acero y hueso.




CÓMO ESCRIBÍ PEDRO PÁRAMO

Nunca me han gustado las playas, salvo una
que me hicieron a la medida, con botones de hueso
y un pingüino muerto al que picar con un palo:
¿Estás muerto? —Oh, sí, y quiero más.
Había un ex lobero, un doble de Melville,
que hablaba de las olas, de su continuidad,
y luego se estrujaba un limón en los ojos
para tenerlos más azules que un domingo
porque quién sabe, porque tal vez, porque a la vuelta
de la esquina. Como el pingüino, exactamente.
Entonces mi madre descorría las cortinas
de un solo golpe, chasquido de metal contra metal,
para anunciar que la cuarentena había terminado:
Nos vamos al mar, enano. Y partíamos, al fin,
a la playa que quiero por sobre todas las cosas.



De La ley de Snell (Ediciones Tácitas, Chile, 2010)

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