lunes, 4 de julio de 2016

Dos poemas de Robert Hass



RUSIA EN 1931

El arzobispo de San Salvador ha muerto, lo asesinó quién sabe quién. La izquierda dice que la derecha; la derecha, que es obra de provocadores.

Pero las familias en los barrios duermen con sus hijos al lado, y un trinche o un rifle si lo tienen.

Y la posteridad husmea entre las notas al pie de página para averiguar quién fue aquel obispo,

en espera del poeta para que vuelva a lo suyo. Bueno, pues helo aquí:

sus pechos son del color de piedras ocre bajo la luz de la luna, y más pálidos bajo una luz así.

Y eso los contendrá un tiempo. El obispo ha muerto. La poesía no propone soluciones: dice que la justicia es el agua del pozo de la ciudad de Novgorod, negra y dulce.

César Vallejo murió un jueves. Puede que de malaria, nadie está seguro; arrasó con el pequeño pueblo de Santiago de Chuco en un valle de los Andes cuando era niño; puede muy bien haberle flameado por las venas en París un día de lluvia;

y nueve meses después Osip Mandelstam fue visto por última vez buscando comida entre la basura apilada en un campo transitorio cerca de Vladivostok.

A lo mejor se conocieron en Leningrado en 1931, en una esquina; dos hombres a los cuarenta; a lo mejor compararon sus canas en las sienes o sus notas críticas de Trilce y Tristia en 1922.

¡Qué francés habrían hablado! Y lo que uno pensó que salvaría a España mató al otro.

“No tengo sangre de lobo”, escribió Mandelstam ese año. “Sólo un igual podría quebrarme”.

Y Vallejo: “Y pensar en los desempleados. Pensar en las cuarenta millones de familias muertas de hambre”.  



UN CUENTO EN TORNO AL CUERPO


El joven compositor, huésped aquel verano en una colonia de artistas, la había estado observando toda una semana. Era japonesa, pintora, de unos sesenta años, y creyó que se había enamorado de ella. Le encantaba su trabajo, y su trabajo era la manera en que movía el cuerpo, usaba las manos, se le quedaba viendo a él directamente cuando ofrecía divertidas y consideradas respuestas a sus preguntas.  Una noche, de regreso del concierto, al llegar a su puerta, ella volteó a verlo y dijo: “Creo que te gustaría poseerme. A mí me gustaría también, pero he de decirte que me han hecho una doble mastectomía” y, al ver su perplejidad, “he perdido mis dos pechos”. El esplendor que él había llevado en el vientre y en la cavidad del pecho –como la música– se marchitó muy rápidamente, e hizo un esfuerzo para mirarla a los ojos cuando dijo: “Lo siento. No me creo capaz”. Regresó caminando a su propia cabaña entre los pinos, y en la mañana halló un pequeño tazón azul en el porche, junto a su puerta. Parecía lleno de pétalos de rosa, pero se dio cuenta al levantarlo que los pétalos de rosa sólo estaban encima; el resto del tazón –seguramente ella había barrido los rincones de su estudio– estaba lleno de abejas muertas.     


De Alabanza. Deseos humanos (UNAM, 1995)
Traducción de Pura López Colomé

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