viernes, 29 de enero de 2016

Adam Zagajewski - Fragmentos de En la belleza ajena


En la niñez perdí dos patrias: perdí la ciudad donde nací, y en la que antes de mi venida al mundo habían vivido numerosas generaciones de mi familia, pero también, con la llegada del estilo soviético de gobierno, se me privó del fácil y de algún modo natural acceso a la evidencia universal de la verdad. Necesité luego muchos años para volver a la corriente principal dela vida, para admitir las más elementales certidumbres, esas que sólo los locos y los farsantes ponen en duda.



El escritor que lleva un diario íntimo anota en él lo que sabe. En el poema o en el relato anota lo que no sabe.



Había perdido dos patrias, pero buscaba una tercera: un lugar para la imaginación, un territorio que me permitiera encontrar una salida para mi aún no del todo clara necesidad artística. Había perdido una ciudad real, y necesitaba una ciudad de la imaginación. Relativamente tarde –más que en el caso de otras personas– escogí la poesía como campo de mis búsquedas



Lo que más amenaza a los poetas no son ni las violentas arremetidas de los propagandistas puritanos, ni los ataques salidos de las plumas de sus hermanos-novelistas; tampoco logrará hacerles mucho daño la aversión de los jansenistas ni la ira de esos filósofos para quienes los poemas son obra de una musa demasiado frívola. Lo más peligroso es la indiferencia, la ilimitada indiferencia de los pasajeros de los trenes suburbanos y de los fanáticos adictos a la televisión. Lo peor es cuando nadie escribe panfletos contra la poesía.



En la niñez, algunos árboles susurraban incluso en los días sin viento.  



Johann Sebastian Bach tuvo, si bien recuerdo, veinte hijos de dos matrimonios (sólo parte de ellos alcanzó la edad adulta, como era normal antes de la llegada de nuestra higiénica época). Un contemporáneo nuestro, Glenn Gould, que quería interpretar bien las obras de Bach, se condenó a una completa soledad.



En una cafetería de Paris cuelgan de la pared fotografías de la torre Eiffel en el proceso de su construcción: al principio, sólo se ven cuatro enormes patas, que surgen de la tierra; luego, un informe armazón, interrumpido sin consideración por la cintura. Por último, en su mismo extremo, aparece la pequeña cabecita de esta gigantesca mantis.



El que yo debutase como poeta con una poesía airada, política, dirigida contra el sistema, a veces me irrita; hace ya tiempo que he dejado de conceder valor a ese tipo de poemas. Comprendí que la poesía está en otra parte, más allá de las inmediatas luchas partidistas, e incluso más allá de la rebelión –aun la más justificada– contra la tiranía. Y, sin embargo, seguramente no se podía actuar de otra manera, entonces, a finales de los años sesenta y en los setenta. Nosotros mismos –ahora pienso en “nosotros”, jóvenes poetas que debutábamos entonces, mis coetáneos– estábamos infectados de algunos tóxicos del sistema. Echo una ojeada a mis notas de entonces y encuentro en ellas un exagerado interés por las lecturas de izquierdas –estudié, por ejemplo, a Gramsci, al que se consideraba un comunista ilustrado– y por los lugares comunes. En algunos momentos, lograba liberarme de ellos, pero resultó que fui su víctima. El que escribe debería examinar con atención a los idiotas de izquierdas y de derechas. El poeta es centrista de nacimiento; su parlamento se halla en otra parte, se sientan en él también los muertos, no sólo los vivos.



Ayer, en casa de unos amigos, conversación breve sobre el envejecimiento. Uno de nosotros dejará atrás en breve su sesenta cumpleaños y está triste precisamente por ese motivo. Se habló de la juventud y de cómo la comercialización en el arte, por ejemplo en el cine, exige juventud. Alguien ha escrito el guion de una película cuya protagonista, que está viviendo una intensa historia de amor, tiene treinta y siete años. Para el productor, es demasiado: máximo, treinta y cuatro, exige.
     Pero envejecer no es una tragedia, a condición de que la mente no se entumezca, no se aburra del espectáculo del mundo y no reniegue de la curiosidad. A los jóvenes y a los viejos no los separa ningún abismo. El verdadero abismo se abre entre los vivos y los muertos. Y todavía es mayor entre los que nunca nacieron y nosotros, que hemos conocido el sabor de la existencia.  




Una de las propiedades más insólitas de la lengua es su capacidad de enunciar –aunque sólo de manera aproximada, alusiva– que el mundo está edificado al borde de un precipicio, que no es sólido y seguro, que no tiene fondo ni base. Imaginémonos que esa misma vertiginosa inestabilidad del mundo quisiera expresarla por ejemplo la arquitectura; los arquitectos tendrían que levantar casas inclinadas; más aún: bien mirado, deberían proyectar edificios que se derrumbasen a una hora predeterminada con exactitud, o también excavar galerías en dirección a las profundidades de la Tierra, sin más objeto que mostrar a la gente –por aproximación– qué es un abismo. O si los que fijan los horarios de circulación de trenes quisieran mostrar a la sociedad la fisura metafísica de nuestra vida, tendrían que aspirar a que los trenes colisionaran regularmente, y que los puentes con vías volaran por los aires. Los pintores deberían horadar el lienzo; los zapateros, instalar en los zapatos pequeñas pero infalibles bombas. En cada uno de los restantes ámbitos, los intentos constituirían un sabotaje repugnante. Los médicos harían que sus pacientes empeorasen (por desgracia, así ocurre con frecuencia). Incluso en la música, el férreo rigor de las estructuras no permitiría la introducción de un timbre de alarma, la señalización del precipicio. Sólo la lengua puede acoger en su seno al saboteador, sin por eso convertirse en agente de destrucción, y familiarizarnos con aquello que no permite familiaridad alguna en absoluto.



De En la belleza ajena (Pre-Textos, 2003)
Traducción de Ángel E. Díaz-Pintado

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