miércoles, 8 de julio de 2015

Carol Ann Duffy - Señora Lázaro


 Había sufrido. Había llorado mi pérdida por una noche
y un día, arrancado de mis pechos el traje
con el que me casé, aullado, berreado, arañado
las piedras de su tumba hasta que mis manos sangraron, repetido
su nombre hasta la náusea, una y otra vez, muerto, muerto.

Había ido a casa. Destrozado el sitio. Dormido en un catre,
viuda, guante vacío, fémur blanco en el polvo,
mitad. Retacado bolsas negras con trajes oscuros,
deambulado con los zapatos de un muerto,
ceñido mi cuello limpio con el nudo de una corbata,

enjuta monja tocándose ante el espejo. Aprendí
las Estaciones del Duelo; el ícono pálido de mi rostro
en cada marco desolado; pero en todos esos meses
él se alejaba de mí, mermándose hasta el
tamaño reducido de una fotografía, se iba,

se iba. Hasta que su nombre dejó de ser un conjuro
para su rostro. El último cabello de sus sienes
salió volando de un libro. Su olor se fue de la casa.
Se leyó el testamento. Vean, se iba desvaneciendo
hasta el pequeño cero que encierra el oro de mi anillo.

Y luego se fue. Y luego fue leyenda, lenguaje;
mi brazo sobre el brazo del maestro –la sorpresa
de la fuerza de un hombre bajo la manga de su saco–
al rodear los setos. Pero yo le fui fiel
cuanto fue necesario. Hasta que fue memoria.

Así que pude estar aquella tarde en el campo,
con un chal de brisa, aliviada, capaz
de contemplar el filo de la luna ocurrir en el cielo,
y una liebre saltar de un matorral, y luego notar
que los hombres del pueblo corrían hacía mí, gritando,

y detrás de ellos las mujeres y los niños, perros ladrando,
y lo supe. Lo supe por el brillo intenso
en el rostro del herrero, y los ojos penetrantes
de la camarera, las espontáneas manos que me empujaban
ante el tufo caliente de la muchedumbre que ante mí se abría.

Estaba vivo. Vi el terror en su rostro. Escuché
la desquiciada cantinela de su madre. Respiré
su hedor; mi esponsal en su mortaja podrida, húmedo
y desaliñado por la floja mordida de la tumba, graznaba
su nombre de cornudo, desheredado, fuera de su tiempo.


De La generación del cordero (Trilce Ediciones, 2000)
Traducción de Carlos López Beltrán y Pedro Serrano

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