jueves, 10 de julio de 2014

Tres poemas de Cristián Gómez Olivares


LOS POEMAS PROMETIDOS


Estos son los poemas que Huidobro y Francisco del
Valle me corrigieron. Estos son los poemas que
el Carlitos de Rokha y Gustavo Ossorio me

corrigieron juntos. Estos son los poemas que Olga
Acevedo y Victoriano Vicario me corrigieron
después de mostrárselos al Pancho Véjar.

Estos son los poemas que Lucho López-Aliaga
me dijo en el Panamericano que mejor los
tirara por el water y me tomara a cambio

una pílsen: estos son los poemas que Germán me dijo
que mejor me los metiera por el culo porque era pésimo
como persona en primera persona. Estos son

los poemas que el David me dijo que mejor los
leyera de nuevo, que mejor volviera a respirar
y terminó pidiéndose la próxima (Cerro San Cristóbal,

más Sergio Valero): estos son los poemas que el
Javier siempre ha rechazado, estos son los poemas,
estos son los poemas, estos –y no otros: son los poemas.



LA POESÍA ES LO QUE SE PIERDE EN LOS PUEBLOS CHICOS


Vivo en un poema de Robert Frost
del que nadie ha salido todavía.

Siempre quise escribir poemas
como los de Hinostroza, pero

terminé escribiendo como los míos.
Hubiera querido que alguna muchacha

entrara a una tienda de París
para convencerla de que hiciéramos

el amor tendidos sobre los pastos
que rodean algún castillo de esos

reyes cuyos nombres desconocemos
por parejo. Pero sólo he podido

hacer clases y caer rendido
a los pies de una mesera

en el bar más torrante de
Santiago-centro, allí donde nos

confundieron con los peruanos recién llegados
que es lo más cerca que estuve alguna vez

de la poesía de Hinostroza.
Sin embargo vivo en un poema

de Robert Frost, en un pueblo
cuyo alumbrado público

ha sido el tema de otros profesores
de college, enmarañados como

el abajo suscrito en lo que pudimos
recoger de la resaca neoliberal: no debiera

poner así las cosas, pero los años
dorados quedaron tan atrás como

los años locos que alguna vez
nos ofrecieron. Los faroles

viven de la energía eléctrica
generada por el carbón de las

minas de otro estado.
Nosotros de los faroles

que en lugar de la historia
nos han absuelto.



OSCURO COMO LA TUMBA
(Acción de arte, Cine Arte Alameda,
1999)


Cuatro tipos sentados en cuatro sillas
haciendo un semicírculo.  Simulan ser una
familia.  Al frente de ellos hay cuatro cadáveres
de gatos, crucificados y conectados a un interruptor
en la mano de cada uno de los individuos.  En
cuanto la familia empieza a discutir, los ataques
mutuos se traducen en apretar el interruptor,
darle una sacudida eléctrica al gato que representa a
alguno de los aludidos, quien simula sufrir en su
propio cuerpo la descarga eléctrica.  A medida
que la conversación (y las descargas) aumentan su
intensidad, los cadáveres se van, literalmente,
quemando.  En el paroxismo de la disputa, el
padre se levanta y con una sierra –también
eléctrica– descuartiza a la madre (i.e., al
gato que la representa).  Luego
el hijo hace lo propio con
el padre.  Por último la
hermana menor completa el cuadro
asesinando al parricida –permaneciendo
como la única sobreviviente.  Al
salir, son como las dos de la mañana
pero hay mucha gente en la calle de
ese sábado, nadie entiende nada.  Algunos
en su incredulidad se van riendo.  Otros
comentan que eso no es arte y más bien
parecen indignados.  Yo fui solo y
salí solo.


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