miércoles, 7 de mayo de 2014

Tres poemas de Ted Hughes


VISITA

Lucas, mi amigo, uno
de esos tres o cuatro que permanecen inmutables
como un yo aislado,
una piedra en el lecho del río
bajo las mudanzas, se hizo amigo tuyo.
Me enteré de ello, alarmado. Yo estaba sentado
en mi despacho derrochando la juventud cerca de Slough,
mañana y tarde entre Slough y Holborn,
atesorando dinero para sufragar mi salto a la libertad
al otro lado de la tierra, una caída libre
para deshacerme de la crisálida en el torbellino.
Los fines de semana reaparecía
en el Alma Mater. Mi novia
compartió supervisión y sesión semanal 
con tu rival de América y contigo.
Te detestó. Proyectó imágenes tuyas,
sin saber con qué inflamable celuloide
llenaba mi mudo e insaciable futuro,
mi gallina ciega, mi interna
antorcha de búsqueda. Con mi amigo,
pasada la medianoche estaba en un jardín
tirando puños de tierra a una ventana oscura.

Borracho, él estaba seguro de que era la tuya.
Medio borracho, yo no sabía que se equivocaba.
No sabía que se me sometía a una prueba
para ser el galán de tu drama,
gesticulando los primeros y sencillos movimientos
como con los ojos cerrados, para sentir mejor el papel.
Como un títere atado a las cuerdas
o las ancas muertas de una rana sacudidas por electrodos.
Me contoneaba con tales gestos, sólo observado y juzgado
por la oscuridad estrellada y una sombra.
Desconocido para ti y sin conocerte.
Intentando encontrarte y fallando y volviéndote a fallar.
Tirando tierra a un cristal que no podía protegerte
porque no estabas ahí.

Diez años después de tu muerte
encuentro en una página de tu diario, como nunca antes,
el impacto de tu alegría
al saber todo aquello. Luego el impacto
de tus rezos. Y bajo esos rezos el pánico
de que tales rezos no creasen el milagro,
y luego, bajo el pánico, la pesadilla
que llegó rodando para aplastarte:
tu alternativa, la vieja e impensable
desesperación y una agonía nueva
revueltas en un infierno familiar.

De repente leo todo eso,
tus auténticas palabras mientras salían flotando
de tu garganta y lengua para plasmarse en la página.
Igual que cuando tu hija, ya hace años
entrando desnortada, mirándome a la cara,
perpleja,
donde yo trabajaba a solas
preguntó de repente, en el silencio de la casa
«Papá, ¿dónde está mamá?» La helada tierra
del jardín, mientras la cavaba con las manos.
A mí alrededor el gigante reloj de escarcha
de aquella medianoche. Y algo dentro,
en alguna parte, esperando no sentir nada.
Un pulso de fiebre. En algún lugar
dentro de la tierra entumecida
nuestro futuro intentando acontecer.
Alzo la mirada, como deseando alcanzar tu voz
con todo su urgente futuro
que me ha estallado dentro. Luego vuelvo a mirar
el libro de palabras impresas.
Llevas diez años muerta. Es sólo una historia.
Tu historia. Mi historia.


LA PARTE SENSIBLE

Tus sienes, donde se adensaba tu cabello,
eran la parte sensible. Una vez, como experimento,
dejé caer una lima en los electrodos
de una batería de doce voltios –y explotó
como una granada. Alguien te electrificó.
Alguien bajó la palanca. Te lanzaron
un rayo en el cráneo.
Con sus batas blancas y sus caras pálidas
revoloteaban de nuevo
para ver cómo te encontrabas, con tus correas.
Si tus dientes estaban aún intactos.
La mano calibrando en la palanca
de nuevo sin sentir nada
excepto una nada queriendo sentir
algún ramalazo de sensación. El terror
era la nube de tu ser
que esperaba esos relámpagos. Vi
la rama de un roble tajada tras un estallido.
Tú viste la pierna de tu padre. ¿Cuántos tirones
permitiste que te diera ese dios agarrándote
de los pelos brutalmente? Los informes
escaparon de regreso a las nubes. ¿Qué fue
lo que se vaporizó? Donde los pararrayos lloraban cobre
y el nervio se arrancó a la piel
como un niño abrasado
huyendo tras el resplandor de la bomba. Te dejaron caer
como un rígido pedacito de alambre
por los tendidos eléctricos de Boston. Las luces
del Senado se amortiguaron
mientras tu voz buceaba dentro
a través de la válvula de escape del sótano.
Y años después, apareció
expuesto como una radiografía
el mapa de tu cerebro, aún con manchas negras,
con cicatrices de tierra quemada
de tu retiro. Y tus palabras
erar rostros a contraluz
sujetándose las entrañas.


LAS GRUTAS DE KARLSBAD

Vimos a los murciélagos en las rutas de Karlsbad,
espesos como el tupido hollín de chimeneas
más grandes que catedrales. Nos convertimos en simples puntos

en el horizonte de su mundo completo
y de sus vidas exclusivas.
Presumiblemente el grupo entero era feliz,

tan feliz que no sabían que eran felices,
ocupados en su felicidad, llenos de ella
colgados del revés en sus cielos de piedra.

Miramos los relojes, los murciélagos de vanguardia,
sincronizados al minuto, empezaron a agitarse y dar vueltas
en la enorme boca de la gruta

que era nuestro anfiteatro, y donde ellos eran el drama.
Unos cuantos revoloteando se espesaron en un millón
hasta que la masa hirviente se liberó del imán

subterráneo. Los murciélagos comenzaron a brotar,
derramándose, humeando, engolfándose,
durante una media hora, un aguacero invertido

de varios millones de murciélagos. Un humeante dragón
surgido de la cerradura telúrica,
una gran serpiente celeste reptando hacia el sur,

hacia el Río Grande
donde cada noche capturaban sus toneladas de insectos,
cinco toneladas, dijo alguien.

Y así es como tenía que ser.
Cada noche ¿durante cuántos millones de años?
Un engranaje de relojería perfecto como un radar.

No estábamos seguros de si pasar la noche allí o irnos.
Estábamos donde jamás habíamos estado en nuestra vidas.
Visitantes, incluso visitándonos a nosotros mismos.

Los murciélagos eran parte de la maquinaria del sol,
conectados a la maquinaria de las flores
por la de los insectos. El significado de los murciélagos

lubricaba la infalible lógica de la tierra.
Requerimiento cósmico, en las alas de un trasgo.
Un reproche a nuestro revolotear participando a medias.

Pensamientos parecidos nos rondaban, cuando alguien gritó.
El dragón celeste de murciélagos estaba anudándose.
«¡Vuelven!
                        Observamos y vimos,

a través de los murciélagos, una vertiginosa cadena
de negros cúmulos, destellando
sobre el Río Grande. Los murciélagos tenían un problema.

Las alas por encima de sus cabezas como paraguas plegables
se emergieron desde lo alto
directamente a la cueva, la nube entera,

el desarrapado y vasto cuerpo del genio
que entra de nuevo en la lámpara. A lo largo del sur
la tormenta se deslizaba y resplandecía como una guerra.

Aquellos murciélagos tenían los ojos abiertos.
                                   A diferencia de nosotros,
ellos sí sabían cuándo apartarse

del amor que mueve el sol y las demás estrellas.


De Cartas de cumpleaños (Lumen, 1999)
Traducción de Luis Antonio de Villena

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