viernes, 2 de mayo de 2014

Tres poemas de Jerónimo Pimentel



3

Mi cerebro es la fruta que comió el primer hombre.
La receta dice: “hay medicina en las hojas”,
pero siento frío. Cae nieve negra y forma una capa de hielo
sobre la que bailan dos astronautas. No conozco el ritmo,
pero en el firmamento un buey mueve la cabeza
divertido por la música. Pasta, en verdad, y sus dientes
aprueban melodías. Come astros y defeca estrellas
a la manera de semillas que fertilizan la bóveda
dejándola apta para la contemplación.
Su respiro se vuelve inquietud en mi descanso campesino.
Parece un trato justo. Buscamos señales
pero no hay una sola. No hay metáforas tampoco,
solo un poco de fruta que mi Yo místico proyecta a través
de mi Yo ficticio (mi Yo material califica al ejercicio de ocioso,
mientras mi Yo agazapado bosteza y revela
así su oposición). Me gustaría proyectar otras cosas,
pero nadie puede escoger qué hacer
ni cómo hacer lo que no elige.
No es determinismo, solo un cauce religioso
saboteado por el espíritu de nuestro tiempo.
A nadie le gusta su tiempo. A nadie le gusta crear caminos
que expandan su fuerza mística. La mía está intacta:
muestra a un buey alegre los días de verano
en cuyas noches cae nieve negra (blancas escafandras
exigen otro nombre para su cómica plasticidad).
En los inviernos fríos el animal es un gusano, una larva
que se reproduce en el espacio hasta formar otra.
A ojos profanos es solo el amor de dos estrellas,
bosta que ama a la bosta, y el buey sonríe sacudiendo la cola
para que otras semillas resplandezcan
y otros niños como yo imaginen lo que sea
que sus ojos son capaces de fijar.
Nada me impide rendirle adoración, como a cualquier
objeto venerado por nuestra época (¿qué época?).
Algunas tardes incluso me enamoro de ella. Pájaro dice
que mi epifanía es un error de programación. Debe ser.
Cuando le rezo oigo el rugir de un motor y se alza el telón
de un teatro: soy un Hell Angel atravesando Arizona.
Los manubrios, anchos como un toro, me rodean
y se cierran a mi espalda. Ya no es una motocicleta,
sino una cápsula que navega por un país sin árboles
donde sólo es posible distinguir piedras, claros y vaqueros.
La vida es un sueño de Moebius donde todos vamos camino a duelo.
Las cajas de dibujo se funden en diálogos sin letras.
El silencio responde al silencio.
Primero, escopeta; después, resplandores indios.
El buey sonríe.
Some day I’ll come back.
Fin.


4

El oeste: fachadas de cartón-piedra que esconden arenales donde nadie filmará nada; vagos mal afeitados duermen la siesta a la sombra de un cactus ornamentado con un sombrero puesto ahí para recordar a un sheriff que no se hará presente; las putas, sus tetas enormes, las tinas de cerámica blanca, las cubetas agujereadas, la sangre tiñendo de calor el suelo; el latón oxidado, la herida en la espalda, la arena con su profundo olor a mierda; relinchos de caballos sedientos quiebran la falsa calma vespertina; granjas atestadas de animales sarnosos y adolescentes con overoles abiertos y faldones levantados gimen haciendo el amor; trinches y palas se confabulan para esconder en sótanos secretos viejas bombas atómicas que no explotarán nunca; un cielo descubierto por el que ronda un buitre con la parsimonia de un ladrón de película muda; vallas pintadas de blanco por un muchacho que silba una canción con un espiga entre los dientes mientras su arrullo impregna de amor a las plantas que, resignadas, aceptan morir pisoteadas para que él y sus amigos se diviertan; una taberna de papel maché que arderá cuando Logan vuelva a reclamar su parte de la recompensa.

Un sonido de estampida se acerca y piensas: no pienses.

Un tiburón gigante se desliza por la tierra y engulle todo lo que encuentra a su paso. Su cuerpo ocupa el íntegro de la calle, por lo demás estrecha. No tiene lengua, esa es tu primera sorpresa. ¿Cómo engulle si no tiene lengua? Eso es lo que te preguntas y no te preguntas quién puede haber puesto ahí a un tiburón gigante deslizándose por el desierto como si este fuera otro océano escondido, de esos que no figuran en los mapas pues los lugares reales nunca lo están. Luego ves sus ojos hinchados a punto de llorar sangre y esos dientes caóticos solo comparables a las trampas que encuentras en una pirámide egipcia (puñales como perlas afiladas de donde fluyen litros de baba digestiva que vuelven lodo tu ciudad-desierto). No sientes miedo, solo te limitas a dar un paso al costado y el escualo sigue su rumbo de muerte: traga a una viuda de andar lento, a dos niños hipnotizados por el terror y a una vaca con propósito de ofrenda. Coges una taza de café, te acercas al abrevadero de las mulas y te echas un poco de agua en la cara repitiendo el ademán de quien acaba de despertar. Sale por fin el comisario, un gordo despatarrado capaz de matar moscas con su aliento: “¡Y ahora quién limpiará este desastre!”, se lamenta, a lo que una anciana sentada en un cobertizo contesta: “¡Esta noche todos comen pescado!”.

Disparos de fusil.


14

Atravieso las bajas alturas de Lima y recuerdo:

Farrar sostiene
que Barbour afirma
que vivimos en un mundo extraño y nuevo
en el que estamos vivos y muertos
a la vez.

El tiempo es una ilusión cósmica gigante.

[El primer verso es constante; que exista
es tan importante como indiferente
para la prosperidad del poema].

Atravieso las bajas alturas de Lima y recuerdo:
Según Barbour
este poema está escrito
y no está escrito
a la vez.
El silencio antecede al poema y Farrar ya es poesía.

[El mundo requiere una constante;
que la poesía exista
es tan importante como indiferente
para la prosperidad de la especie].
             Oh Bartleby, oh humanidad.


De Al norte de los ríos del futuro (Ediciones Liliputienses, 2013)

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