jueves, 27 de febrero de 2014

Albert Caraco - Postmortem (fragmentos)



Señora Madre ha muerto, hacía bastante la había olvidado, su final la restituye a mi memoria, aunque sea por unas horas. Meditemos sobre esto, antes de que recaiga en el olvido. Me pregunto si la amo y he de responder: No, le reprocho el haberme castrado, realmente muy poca cosa, pero en fin… Me heredó su temperamento y esto es más grave, pues sufría de alcalosis y de alergias, yo las padezco aún más que ella y son incontables mis dolencias y además… además me echó al mundo y yo profeso el odio al mundo.


Me asignaron el lavado de su cabello, había perdido la mitad de su melena, que era la envidia de todos, era rubia y naturalmente ensortijada, así que no necesitaba ir al salón de belleza. Las drogas habían acabado con esa cabellera, eso la tenía desconsolada y a mí también me apenó ver la delgadez de su cuello cuyas vértebras no alcancé a contar. Por aquellos días evocó su infancia, en un momento extraordinario que nunca se repitió: imitó los gritos de los pequeños vendedores de Constantinopla que iban de casa en casa, escoltados por sus pequeños burros. 


Los seres nobles rara vez aman la vida, prefieren las razones para vivir que a ésta, y aquellos que se conforman con la vida son siempre abyectos. ¿Qué tiene la vida de deseable, cuando no es sublime? Los placeres del cuerpo, no sin extrañeza vemos a los más feos y malsanos saborearlos con una rabia acrecentada y precipitarse en ellos con un furor que ni el abuso agota, las naciones vencidas son prolijas en villanos de la especie insaciable, esas bestias se resarcirán de noche por las servidumbres que el día les impone. ¡Señor!, ¡líbranos de parecernos a las larvas!


Debemos olvidar a nuestros muertos como muertos, sin embargo nos está permitido seguir su modelo y perpetuar sus obras, el resto es mera afectación. Quise conservar las cenizas de Señora Madre, las leyes francesas lo prohíben, serán encerradas entre las paredes de un pequeño casillero, es mejor que dejar el cuerpo podrirse bajo tierra e ir ridículamente a dejar flores en su tumba. Soy la resurrección de aquella que dejó de ser, mi obra la rescata de la nada, he aquí que se ha convertido en mi hija, no queda en mí tristeza alguna y Señor Padre está tan sereno como yo.


Señora madre me inspiró el desprecio absoluto hacia las mujeres piadosas a medias, tenía toda la razón y, dicho sea entre nosotros, considero que esas fornicaciones en el aire son más deshonestas que las verdaderas. Murió mientras dormitaba, agotadas sus fuerzas, y fue incinerada sin sombra de ceremonia. Creía en mis palabras, y le demostré que si por ventura Dios existía no podía ser personal, ya que la duración es el elemento constitutivo de la persona y la muerte eterna la recompensa de toda vida. Amamos aquello que debe morir y sólo amamos porque nos sentimos mortales y amenazados.


Dios no nos ama y no es objeto de amor, en el fondo el Misticismo no es más que un Narcisismo y el Dios personal un absurdo, la necesidad que tienen los miserables de sentirse consolados confirma la bajeza de los miserables y no la evidencia de las figuras que ellos suponen. Me basto con el Dios de los filósofos, yo mismo soy una persona y no busco a nadie fuera de mí, consiento en mi muerte perpetua y la idea de salvación me parece un delirio, ser salvado es una violación metafísica. Señora Madre valoraba más el Clasicismo que cualquier forma de Mesianismo, tenía santamente razón.


Bien sabía yo que, una vez muerta, Señora Madre volvería a vivir en mí, en mí a quien su agonía parecía interminable a partir de ese mes de mayo, en mí que hacía votos para que muriera lo antes posible, antes d la horrible decadencia que precede al fin, cuando ya no se levantaba y sufría de languidecer en cama. Entonces no me atrevía a mirarla, por miedo a que esta imagen sustituyera a mil otras, maldecía nuestra moral que nos obliga a reverenciar aquello que sería preferible abreviar. La amable mujer merecía morir lentamente y no desmoronarse en medio de sus médicos fríos e impotentes…


No me gustan ni el dolor ni el placer, aunque me seduce, el mundo de la mujer no me convence, nunca me atrajo la mujer presente en mi Madre, mis profundidades son impasibles, odio el deseo y el miedo, Señora madre no dejaba de admirar ese ánimo, vía en el la fuente de mi libertad. La muerte no me trastornará por mucho tiempo, pues ahora nada me afecta y Señora Madre se lleva consigo los restos de mis angustias, su final me libera del todo y no veo más que orden bajo mis pies, el caos se disipa, la luz me invade y siento nacer en mí una seguridad apacible. 


De Postmortem (Sexto Piso, 2006)
Traducción de María Virginia Jaua

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