viernes, 28 de diciembre de 2012

Cuatro poemas de e. e. cummings



De Chimeneas (1922)

XIX

mi chica es alta y tiene unos ojos largos y duros
cuando está de pie, con sus largas y duras manos impone
silencio a su vestido, bueno para dormir con él
es su cuerpo largo y duro lleno de sorpresas
como un espantoso alambre blanco, cuando esboza
una sonrisa larga y dura a veces transmite
gozosamente dolorosos cosquilleos a través de todo mi cuerpo,
y el débil rumor de sus ojos aviva fácilmente
mi impaciencia hasta extremos insuperables —mi chica es alta
y maciza, de piernas delgadas semejantes a una enredadera
que se ha pasado toda la vida en el muro de un jardín,
y va a morir.    Cuando tristes nos vamos a la cama
con esas piernas empieza a empujar y a enroscarse
en mí, y a besar mi rostro y mi cabeza.



De Tulipanes (1922)

RETRATOS

II

tú que tienes
doce años
y padeces simplemente
gonorrea

                Criatura
de viejos ojos, a
la ambiciosa pequeñez
de unas botas

diminutas
¿qué
añadirá
la

muerte?



De No Gracias (1935)

44

los chicos de los que hablo no son refinados
salen con chicas que embisten y muerden
la suerte les importa un pito
se las tiran trece veces cada noche

uno cuelga un sombrero de la teta de una de ellas
otro graba una cruz en su trasero
la inteligencia les importa un bledo
los chicos de los que hablo no son refinados

van con las chicas que muerden y embisten
que no saben leer ni escribir
que se ríen hasta reventar
y que se masturban con dinamita

los chicos de los que hablo no son refinados
no saben hablar de esto y aquello
el arte les importa un comino
matan como el que mea

dicen todo lo que se les pasa por la cabeza
hacen todo lo que les pasa por los cojones
los chicos de los que hablo no son refinados
cuando bailan hacen temblar las montañas



De 95 Poemas (1958)

64

de la mentira del no
surge una verdad del sí
(que sólo es ella misma
e infinita)

haciendo que los idiotas entiendan
(como yo en invierno)que
todos los engendros del pensamiento
no valen una violeta



De Buffalo Bill ha muerto (Hiperión, 1996)
Traducción de José Casas

martes, 25 de diciembre de 2012

Tres poemas de José Watanabe



EL FÓSIL

La vida en ti fue un pez de 20 centímetros.
Tu remoto latido, hoy petrificado,
vive ahora en mi cuerpo
                tan inverosímil como el tuyo.

Tú ya no puedes mirarte ni mirarme, no sabes
lo extraño que es ser pez u hombre.
Somos, te digo, inverosímiles, caprichos
de una madre delirante
que cuaja infinitas e insensatas formas en el mar
                y la tierra.

El ruido alegre de los niños en el museo
que se empinan a mirar otros fósiles
interrumpe mi habitual pesimismo,
                y me enternece:
después de todo, pescadito,
                tal vez alguna razón existe.



LA PIEDRA DEL RÍO

Donde el río se remansaba para los muchachos
se elevaba una piedra.
No le viste ninguna otra forma:
                sólo era piedra, grande y anodina.

Cuando salíamos del agua turbia
trepábamos en ella como lagartijas. Sucedía entonces
algo extraño:
                el barro seco en nuestra piel
acercaba todo nuestro cuerpo al paisaje:
                el paisaje era de barro.
En ese momento
la piedra no era impermeable ni dura:
                era el lomo de una gran madre
que acechaba camarones en el río. Ay poeta,
otra vez la tentación
                de una inútil metáfora. La piedra
era piedra
y así se bastaba. No era madre. Y sé que ahora
asume su responsabilidad: nos guarda
en su impenetrable intimidad.

Mi madre, en cambio, ha muerto
                y está desatendida de nosotros.



LA PIEDRA ALADA

El pelícano, herido, se alejó del mar
                y vino a morir
sobre esta breve piedra del desierto.
Buscó,
durante algunos días, una dignidad
para su postura final:
acabó como el bello movimiento congelado
de una danza.

Su carne todavía agónica
empezó a ser devorada por prolijas alimañas, y sus
                huesos
blancos y leves
resbalaron y se dispersaron en la arena.  
Extrañamente
en el lomo de la piedra persistió una de sus alas,
sus gelatinosos tendones se secaron
y se adhirieron
a la piedra
                como si fuera un cuerpo.

Durante varios días
                el viento marino
batió inútilmente el ala, batió sin entender
que podemos imaginar un ave, la más bella,
                               pero no hacerla volar.



De La piedra alada (Pre-Textos /  Bajo la luna, 2009)

viernes, 21 de diciembre de 2012

Tres poemas de Adam Zagajewski



CANCIÓN DEL EMIGRADO

En ciudades ajenas venimos al mundo
y las llamamos patria, mas breve es
el tiempo concedido para admirar sus muros y sus torres.
Caminamos de este a oeste, ante nosotros rueda
el gran aro del sol
ardiente, a través del cual, como en el circo
salta ágilmente un león domado. En ciudades extrañas
contemplamos las obras de viejos maestros
y, sin asombro, en añejos cuadros vemos
nuestros propios rostros. Habíamos existido
antes, e incluso conocíamos el sufrimiento,
nos faltaban tan sólo las palabras. En la iglesia
ortodoxa de París los últimos rusos blancos,
encanecidos, rezan a Dios, varios lustros
más joven que ellos y, como ellos,
impotente. En ciudades ajenas
permaneceremos, como los árboles, como las piedras.



UNA MAÑANA EN VICENZA

                                En memoria de Josif Brodsky y Krzysztof  Kieslowski

El sol era tan tierno, tan delicado,
que hasta temíamos por él; un ademán incauto
podía rayarlo, incluso un grito -si alguien hubiera
querido gritar- lo habría puesto en peligro; tan sólo a las veloces golondrinas
de alas duras, como de hierro fundido,
se les permitía silbar en alta voz, porque vivieron su infancia
breve, en la inquietud de sus nidos de barro,
junto a sus hermanos, pequeños planetas locos,
negros como bayas silvestres.

En un pequeño café un mozo soñoliento —bajo sus ojos
las últimas sombras de la noche acumuladas— buscaba calderilla
en su bolsillo sin fondo, y el café olía a solemnidad
de tinta de impresión, a dulzura y a Arabia. El azul del cielo prometía
una larga tarde, un infinito día.
Te estaba mirando como si te viera por primera vez.
Y hasta las columnas de Palladio tenían aspecto
de recién nacidas, de recién surgidas de las olas del alba
como Venus, tu compañera mayor.

Empezar de nuevo, contar las pérdidas, contar a los caídos,
empezar el nuevo día, aunque ya no estéis, tú,
a quien dos veces enterramos y lloramos dos veces,
—viviste una vida dos veces más intensa que otros, en dos continentes,
dos idiomas, en la realidad y en la imaginación— y tú, de cara afilada
y una mirada que hacía crecer los objetos y los corazones (siempre demasiado pequeños).
No estáis, y por eso llevaremos a partir de ahora una doble vida,
en la luz y en la sombra a la vez, en el sol estridente del día,
en la frescura de los pasillos de piedra, en el duelo, en la alegría.



SOBRE LA NATACIÓN

Los ríos de este país son dulces
como el canto de los trovadores,
el sol pesado camina hacia el poniente
en carros amarillos y circenses.
En las pequeñas iglesias rurales
la tela del silencio se revela, tan antiguo
y tan justo, que hasta el aliento
puede desgarrarla.
Me gusta nadar en el mar, porque no cesa
de hablar consigo mismo
con voz monótona, de caminante
que no recuerda
cuánto tiempo hace ya que partió.
Nadar es como un rezo:
las manos se separan y se juntan,
se juntan y separan,
casi hasta el infinito.



De Poemas escogidos (Pre-Textos, 2005)
Traducción de Elzbieta Bortkiewicz

jueves, 6 de diciembre de 2012

Tres poemas de Tadeusz Różewicz



MI POESÍA

Nada explica
nada aclara
no renuncia a nada
no abarca consigo misma la totalidad
no cumple esperanzas

no crea nuevas reglas del juego
no participa en las jugadas
tiene su lugar marcado
que debe llenar

si no es un discurso esotérico
si es que no habla de manera original
si es que no asombra
por lo visto así debe ser

obedece a su propia necesidad
a sus posibilidades
y limitaciones
pierde consigo misma

no entra en lugar de la otra
y por la otra no puede ser sustituida
abierta para todos
exenta de misterio
tiene muchas tareas
que nunca podrá cumplir



MI PADRE

Pasa por mi corazón
mi viejo padre
No ahorraba en su vida
no añadía
grano al grano
no se compró ni casita
ni reloj de oro
no pudo reunir tanto

Vivía como un pájaro
encantado
día tras día
pero
decidme si puede
vivir así un pequeño funcionario
muchos años

Pasa por mi corazón
mi padre
con su viejo sombrero
silbando
una canción alegre
Y cree profundamente
que entrará en el cielo



DESDE HACE UN TIEMPO

Desde hace unos años
el proceso de muerte de la poesía
se acelera

he observado
que nuevos poemas
publicados en los semanarios
se descomponen
en dos o tres horas
los poetas muertos
se van más rápidamente
los vivos
arrojan de prisa
nuevos libros
como si quisieran tapar con papel
un hoyo



De Inquietud (El Tucán de Virginia, 1993)
Traducción de Jan Zych

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Harold Brodkey - Fragmentos de Esta salvaje oscuridad



La situación básica es evidente y oscura: un fatal combate de boxeo con un virus submicroscópico que, aunque no pueda tener noción real de la identidad de su oponente, en su microignorancia va a ganar. Se lo come a uno vivo. Un tubo en la nariz, un goteo de medicinas que entran a través de agujas y se disuelven en la sangre, alejan en parte el espectro de la muerte (aunque no la desfiguración); el espectro atisba desde los rincones sombríos de la habitación. Uno vuelve a ser una especie de niño, con miedo otra vez a la oscuridad.



Nunca he negado y definido histéricamente la realidad de la muerte, su presencia y su idea, su inevitabilidad. Siempre he sabido que moriría. Nunca me he sentido invulnerable ni inmortal. Percibía la presencia y la amenaza de la muerte bajo un sol brillante, en los bosques y en los momentos de peligro en coches y aviones. La percibía en otras vidas.



Ahora tengo con mi carne el vínculo imaginable más extraño; mi cuerpo es para mí como un conejo tullido que no quiero mimar, que olvido alimentar a tiempo, con el cual no tengo tiempo de jugar y que no llego a conocer, un conejo inútil, guardado en una jaula, que sería cruel dejar suelto. No tiene la más remota posibilidad de sobrevivir. Ni ninguna posibilidad de una muerte fácil. Es una mera presa a medio comer.



Creo que el mundo se está muriendo, no sólo yo. Y la fantasía no salvará a nadie. La irrealidad letal de la Utopía. La comercialización de la Utopía es maligna, letal.



El sentido americano de la tragedia está tan diluido por el ensueño que parece casi ridículo.



La muerte parecía dulcemente categórica, una ruina, un reordenamiento, un suave silencio intruso e inexorable.



Lo que recordaba de otras enfermedades terminales era cómo la apariencia humana daba la impresión de palpitar, como un puño abriéndose y cerrándose, pasando de la fuerza a la debilidad y de una fuerza menor a una debilidad mayor; el modo en que el cuerpo se abría como una palma, vulnerable, extendido, y se rehacía en busca de supervivencia. Después, llegado un momento, el puño ya no se rehacía y la pulsación cesaba.



No quiero hacer el elogio de la muerte; pero, en la inmediatez, la muerte confiere a las horas cierta belleza; una belleza que acaso no se parezca a ninguna otra, pero es abrumadora.



El hospital es como una terminal de autobuses en fin de semana; está repleto de abominables, enloquecidas, lánguidas mercancías humanas de paso.



También en morir hay cierto ritmo. Se aminora y se aviva. Muy poco importa, pero para mí ese poco es de importancia crucial. Veo el silencio que hay delante como toda la vida he visto el silencio de Dios como un hecho real y fuente de terror. Es algo que uno debe soportar, que va más allá de las afirmaciones de la religión, no la idea de que uno vaya a morir sino la realidad de su muerte. Uno se ejercita en la aceptación del terror. Es la forma que toma la vida hacia el final.  



Esta salvaje oscuridad (Anagrama, 2001)
Traducción de Marcelo Cohen





lunes, 3 de diciembre de 2012

Dos poemas de Louise Glück



MALAHIERBA

Algo
llega al mundo sin ser bienvenido
y llama al desorden, al desorden.

Si tanto me odias
no te molestes en buscar
un nombre para mí: ¿necesitas
acaso un desdoro más
en tu lenguaje, otra
manera de culpar
a la tribu por todo?

Ambos lo sabemos,
si adoras a un dios, necesitas
sólo un enemigo.

Yo no soy el enemigo.
Sólo soy una treta para ignorar
lo que ves que sucede
aquí mismo en esta cama,
un pequeño paradigma
del fracaso. Una de tus preciosas flores
muere aquí casi a diario
y no podrás descansar
hasta enfrentarte a la causa, es decir,
a todo lo que queda,
a todo aquello que es más fuerte
que tu pasión personal.

No estaba escrito
permanecer para siempre en este mundo.
Pero por qué admitirlo, si puedes seguir
haciendo lo de siempre,
lamentándote y culpando,
las dos cosas a la vez.

No necesito que me alabes
para sobrevivir. Llegué aquí primero,
antes que tú, antes
de que sembraras un jardín.
Y estaré aquí cuando el sol y la luna
se hayan ido, y el mar, y el campo extenso.

Y yo conformaré el campo.



MAITINES

Inalcanzable padre, cuando fuimos expulsados
por primera vez del paraíso, construiste
una réplica, un lugar en cierto modo
diferente, destinado a ofrecer
una lección; por lo demás
era el mismo: belleza en ambos lados,
belleza sin alternativa. Salvo que nunca
supimos cuál era esa lección. Abandonados,
nos hartamos unos de otros. Siguieron
años de tiniebla; nos turnamos
para trabajar en el jardín, las primeras
lágrimas colmaron nuestros ojos
como la tierra nublada con pétalos, algunos
de un rojo muy oscuro, algunos color carne.
Nunca pensamos en ti,
a quien todos aprendimos a adorar. Simplemente
supimos que no es propio de la naturaleza humana
amar sólo aquello que nos devuelve amor. 



De El iris salvaje (Pre-Textos, 2006)
Traducción de Eduardo Chirinos