martes, 23 de octubre de 2012

Tres poemas de Mario Montalbetti



IMÁGENES DE SEPARACIÓN

Tucson (sin fecha). Este desierto
horrible se interpone una vez más
entre nosotros. Es malo escribir,
saber que no nos veremos, y hacerlo
pasar por un poema, para que solo
lo bello duela. Pero así es. La guerra
ha tomado los puentes, las salas de cine.
Mis sueños están sucios de tu sangre.
Espero el fin del desierto, el fin
de la guerra. Los juicios por los crímenes.
Jamás olvides que un acto de amor
está más allá del bien y del mal.
Entonces te veré. Siempre tuyo, (sin firma).




EL PERUANO PERFECTO

¿Quién es este hombre? ¿Qué hace este hombre?
¿Por qué está sentado bajo el cobertizo de su casa?
¿A quién espera sentado bajo el cobertizo?
Esta es su casa. Esta no es su casa.
El hombre nació en Perú pero ahora vive en Arizona.
El hombre vive solo en Arizona. El hombre vive
exactamente a 6104 kilómetros de su esposa
y de su hijo. Esta es la casa del hombre.
Esta no es la casa del hombre. ¿Por qué está sentado
bajo el cobertizo de la casa? El hombre prepara
una clase de filología. El hombre es profesor
de filología en la Universidad de Arizona.
Mañana es la clase. El hombre prepara la clase.
El hombre se sienta bajo el cobertizo y prepara
la clase. Eso es lo que hace el hombre.
¿En qué piensa el hombre? En la clase de mañana.
El hombre agrupa las palabras angosto, angustia,
angina y observa que comparten una misma raíz.
¿Por qué se levanta el hombre? ¿Por qué abandona
la sombra del cobertizo y se dirige a la cocina?
El hombre se dirige a la cocina porque ahí están
los cuchillos. El hombre va por los cuchillos.
El hombre se dispone a afilar sus cuchillos
mientras piensa en un grupo de palabras.
¿Por qué afila los cuchillos en lugar de gozar
del sol o beber un vaso de agua fría bajo
el cobertizo? El hombre afila los cuchillos
y deja de pensar en la clase. ¿Por qué ha dejado
de pensar en la clase? ¿Por qué sigue afilando
los cuchillos una vez que ya están afilados?
El hombre guarda los cuchillos en una gaveta
de la cocina. El hombre ha terminado de afilarlos.
El hombre regresa al cobertizo. ¿Por qué
regresa el hombre a sentarse bajo el cobertizo
de la casa? Esta es la casa del hombre.
Esta no es la casa del hombre. El hombre
está sentado bajo el cobertizo. Ya ha preparado
la clase de mañana. Ya ha afilado los cuchillos.
Ahora prepara el hombre su propia muerte y resurrección.




FONDO DEL POEMA

Nada seduce más al hombre, no el paso meditado de la sombra de
un animal, no la vida, no el ojo negro de la muerte, no la muerte, no
la tenacidad del deseo, nada seduce más al hombre que un abismo.
Ante él, el hombre siente una indecible necesidad de arrojar algo,
una envoltura de papel, una moneda, una idea, lo que sea, incluso a
sí mismo, con tal de verter algo en su largo vacío. Y esto es lo más
curioso: si no encuentra nada que arrojar, hace algo plenamente
romántico: escupe. Y luego sigue con la mirada las evoluciones de
la mancha blanca de saliva deformándose en el aire durante su caída.
Digamos que dura cinco segundos.

Hay abismos  morales, sexuales, psicológicos. Hay también abismos
poéticos, versos que caen de barrancos marrones a playas de arena
negra, acompañados de la mirada absorta del poeta que se deleita
con las contorsiones de las sílabas abismo abajo.

La mancha blanca llega al fondo. La mirada absorta no llega a él,
solamente lo intuye y es siempre lo mismo: un esplendor blanco,
algo que sobrevive, una tercera cosa, y una inconsolable felicidad.



De Cinco segundos de horizonte (Álbum del Universo Bakterial, 2005)

viernes, 19 de octubre de 2012

László F. Földényi - El arte del riesgo



El riesgo más grande de todos es la vida misma: esa oportunidad única que no se puede repetir o extender. Esto nunca ha sido más cierto como en nuestro propio siglo, con su constante sucesión de crisis. Y precisamente esto explica los enormes esfuerzos —sin precedentes— que los guardianes de nuestras instituciones civilizadas han hecho para evitarnos la perenne e ineludible experiencia del riesgo. Nuestra civilización aspira a hacerlo todo explícito; quiere encontrarle a todo una respuesta; ve al universo como una infinita aglomeración de objetos, donde cada uno tiene la posibilidad de llegar a ser comprendido eventualmente (¡qué acercamiento tan gastado y pueril comparado con el universo mágico que previamente había sido nuestra experiencia por miles de años!). Nos es entonces, impuesta, implícitamente la ilusión de que la vida es reembolsable y repetible. Nuestra civilización ya no se asemeja a un arsenal de posibilidades infinitas sino a un ente de censura cósmica que lucha por erradicar de la vida los elementos de verdadero riesgo: las experiencias de ahora o nunca. Por supuesto la civilización no alcanza a liquidarlas permanentemente; en el momento de morir, sino antes, disfrutamos de una libre e insubordinada experiencia del riesgo: la ausencia total de responsabilidades.

   Estos letales momentos de revuelta contra la existencia aspiran a una única pregunta: ¿Qué es la vida sino un único momento de riesgo, sin un Antes o un Después? Momentos de inquietud, momentos de puro deleite, momentos de goce, momentos de miedo, momentos de claridad imperturbable, que nos permiten participar en la experiencia de un riesgo extremo —a veces mortal— pero sin morir de él. Es uno de los fenómenos más típicos de la civilización actual el hecho de que instantes como estos sean devaluados y rechazados. Debido a la evolución de una concepción, cada vez más refinada y despótica de progreso, bajo los sucesivos disfraces de la cristiandad, de la evolución y aún de la “objetividad científica”, nuestra civilización se ha negado la magia del riesgo. Dándole la espalda al extrañamiento en que toda vida está inmersa; desconociendo la intensa libertad de poder sentir que se puede abstraer el futuro y a todas sus posibles consecuencias. Ha desterrado a todos aquellos que le son leales a lo Desconocido, y a quienes no insisten en sondear lo insondable con el fin de forjar ingeniosas construcciones e ideologías. Ha reprimido aún la idea de la muerte como aniquilación final.

   He aquí los frutos de una evolución que abarca dos milenios: pues hasta los primeros padres de la iglesia reaccionaron furiosamente contra cualquier mención de los Misterios: esas ceremonias donde la muerte era invocada. Y se armaron de infinitos sofismas cuando debatían con los Gnósticos. En la Edad Media, los escépticos, en efecto, fueron desquiciados; a los magos se los declaró charlatanes; y a los soñadores —a aquellos que se deleitaban en el momento— se les exilió. A medida que Dios empezaba a ser despersonalizado, cualquiera que confiara más en sus propias experiencias internas que en los preceptos de la ciencia, empezó a ser considerado idiota; cualquiera que desperdiciara su tiempo en reflexiones improductivas era visto como lunático, y cualquiera que mirara al pasado era llamado un esteta. Cualquiera que se sintiera cómodo en la selva institucional era un  irracionalista; cualquiera que decidiera no conformarse era un nihilista; alguien que decidiera comprimir su vida en un solo instante poderoso era un terrorista. Y sin embargo, una y otra vez, detrás de enclenques pantallas, emergen esos fulgurantes momentos cuando tiempo y espacio, cultura e historia, son aniquilados.  Y cuando nadie alivia al hombre del peso de su identidad.

   La civilización post-medieval, entonces, ha acudido a un proceso de amaestramiento: declaró el arte como un resguardo en el que el hombre puede, con presumible impunidad,  abandonarse a los deleites vertiginosos del momento y del riesgo. Miguel de Unamuno, , sin embargo, escribió que lo verdaderamente liberador del arte es que nos hace dudar de nuestra propia existencia. No es una coincidencia que haya sido un artista quien escribió esto, porque sólo los artistas pueden decir estas cosas con genuina impunidad —siempre y cuando sea capaces de hacerlo, y mientras los guardianes de la civilización no busquen sus látigos para conducir al arte al corral del utililitarismo—. Teniendo en cuenta para lo anterior que la civilización mencionada es una que se orienta hacia el futuro; una que se somete a las pruebas del tiempo y de la computación; una que descansa sobre una compleja red de instituciones, sería sorprendente que las cosas fueran de otro modo. Porque la intensidad del momento del riesgo desviste al mundo y descubre la desolación e inutilidad de todo; demuele la fe; y por encima de lo anterior nos presenta al todo, nos presenta al todo extendido y abierto a lo incomunicable, a lo incircunscribible.

   Tal experiencia es una experiencia subversiva: abre la vía a pensamientos de muerte. Ofrece profundas automiradas (la iluminación); profundas porque no pueden ser sistematizadas. Resiste a todos los esfuerzos de institucionalización y ninguna ideología puede ser forjada a partir de ella.

   La “verdadera liberación” consiste en provocar la experiencia del riesgo. Por esto no podemos vivir sin el arte. Poniéndolo de otro modo: un producto artístico sólo puede ser descrito verdaderamente como una obra de arte cuando es capaz de provocar la experiencia del riesgo y de esa forma incitar al hombre —cuyas añoranzas universales se vuelven más apasionadas a medida que descubre la transitoriedad de la vida— a la revuelta. Es en el ansia de libertad y en la naturaleza imposible de tal anhelo, donde se da la coexistencia de los dos impulsos que dan vida a una obra de arte. Esto es lo que hace de la obra algo dramático ya sea en su manifestación de poema, de partitura musical, de un objeto modelado, o de una pintura. La obra genera el ansia por lo imposible. ¿O será, tal vez, que viene como un emisario de lo imposible?

   Una verdadera obra de arte es, por lo tanto, indomable. No importa con la seguridad con que esté instalada en un museo, ella puede seguir siendo amenazante como una fiera  enjaulada. Puede ignorar sistemas de alarma, eludir celdas fotoeléctricas y lanzarle un zarpazo ágil y certero a su presa. Irradia el ansia por la sublevación: una sublevación a la que no le importa nada, una revuelta que no busca bondad, verdad, armonía o unidad, una rebelión que no quiere límites y por eso tiende hacia lo imposible. “No me puedo interesar en cualquier actividad intelectual que no comience por denunciar los logros frívolos de las así llamadas ciencias exactas; o en cualquier entusiasmo revolucionario que no se concentre PRIMERA y PRIMORDIALMENTE en el hombre, en su naturaleza apasionada y en los secretos de la vida y la muerte” escribió André Masson en una de sus cartas.

   Compromiso con el momento de riesgo, contemplación de la muerte como una amenaza constante y, como resultado, la pasión —que no siempre tiene que ser algo necesariamente atractivo— esto hace de la obra de arte una fiera depredadora, una rebelde cuya causa es lo imposible. Lo que emerge de la obra es el conocimiento de la fragilidad de la existencia humana, , y esta se ve acompañada por la fortaleza que nace de este conocimiento: la fortaleza de desear lo imposible. Lo imposible es el mayor discurso que mueve al hombre, inclusive si este parece estar trabajando dentro de los límites de lo posible. “Lo inconcebible” escribió Blaise Pascal, “no necesariamente deja de existir”. La obra de arte es rebelde en el sentido de invocar lo imposible y de darle circulación.

   Tarde o temprano, lo desconocido consigue entrometerse, como un parásito, en el mundo de lo supuestamente conocido. Es por esto que tomar riesgos es vital; de otra forma toda actividad humana se asfixia en el aburrimiento. Así como también se asfixia cualquier obra de arte cuyo artífice se encargue de llenar previas expectativas y demandas. Sin embargo, ¡cuán raro es encontrar un artista dispuesto a tomar riesgos! Cada vez más los artistas parecen olvidar que la fuerza de la obra no está en lo que el pintor pinta, el escultor modela, el compositor compone o el poeta articula, sino en lo que rodea esas pinceladas, formas, notas y letras: lo mudo, lo invisible, lo inaudible. Una obra nos detiene porque algo no visto e inexpresable la rodea. Una obra nos sobrecoge cuando irradia las incomunicables e irretratables fuerzas que la someten en servidumbre. Nos incomoda cuando percibimos que la lucha de artista es en vano, aunque esté de alguna manera tratando de expresar lo inexpresable. Toda obra busca trascenderse: procura agarrar y someterse a una forma, la cual es responsable de la existencia de la forma misma. Esta desesperada lucha explica por qué ninguna obra de arte podrá jamás satisfacer totalmente a un hombre; entre más “grande” es la obra más sentimos que está apoyada en lo imposible: en una reticencia  a aceptar la fragmentada y transitoria naturaleza de la vida.

   Lo que trae a una obra a la vida es la falta de paz. El artista nunca sentiría necesidad de crear si el mundo fuera uno con él y él fuese uno con el mundo. Podríamos decir que toda gran obra de arte manifiesta una aventura vana: aspira a fundirse con su imagen negativa, reparando entonces la grieta la que debe su origen. Una obra deviene auténtica no por mostrar lo que es la falta de paz, sino por sugerir esa misma falta. La obra se convierte en lo que es a pesar de sí misma: se convierte en su propio antagonista. El aire de una amenazante fiera enjaulada es enteramente natural, pues el conflicto es inherente a la obra desde su momento de creación.

   Paradójicamente, una gran obra transmite un aroma de satisfacción, no por neutralizar el permanente sentimiento de lo imposible, sino por escoger pelear con él: una pelea que nunca puede ser ganada. El hombre es aplastado por lo imposible, igual que Saúl en el camino a Damasco fue aplastado por la visión de Dios. Sólo el artista se atreve a dar pelea; o de otra manera, cualquiera que pelea se convierte en artista, aun si la pelea no toma necesariamente una forma artística. El artista lucha contra lo imposible, igual que Jacob luchó con el Dios invisible; pero lo que él logra —la obra de arte— es en sí misma una nueva manifestación de lo imposible. En la obra de arte, el mundo —el material del artista— es dislocado, como la cadera de Jacob. Un eterno quebrantador, un insoportable monstruo parece habitar toda gran obra de arte; un invisible ángel de la destrucción. El artista se deleita en la batalla, pero su deleite en sí mismo es un nuevo giro de lo imposible: es indistinguible del vértigo, de la pérdida del equilibrio.
En estos momentos turbulentos el Dios que una vez se pensó muerto es resucitado, pero desde el artista mismo. En los certeros momentos de lo que es llamado “inspiración”, él se acerca a la universal e impersonal naturaleza del arte: lo eternamente imposible que circunda, la nada que incita a la revuelta. Él (ella) no sería un artista si sus creaciones no transmitieran la consternación que todo esto le hace sentir; y no sería más que un plagiario del universo si cada pincelada (cada palabra, cada nota) no fuera dictada por un grito de dolor, que para muchos es el verdadero nombre de Dios. 


De Parkett 23   
Traductor: B. O.
       


lunes, 15 de octubre de 2012

Dos poemas de Instrucciones para destruir mantarrayas


 KRAKENS

El kraken se disfrazó de algo parecido al amor

me ofreció su variedad de mucosas
y una soda helada
en el momento más bello
quebró mi tibia y peroné
(no pude evitarlo
era un kraken)

me dejó el corazón hinchado
como un dinosaurio
de juguete
y ya no puedo vivir sin sus ventosas
ni su rádula

oh
mi ardiente y hermoso kraken


LA VIDA PODRÍA TENER EL ENCANTO DE UNA PELÍCULA SERIE B


Pero los monstruos

no son lentos

los autos se destruyen
y la música
de las mujeres suculentas

nunca llega


De Instrucciones para destruir mantarrayas (Filodecaballos, 2013)



jueves, 11 de octubre de 2012

Onfray - Fragmentos de La fuerza de existir



La historiografía dominante proviene de un a priori platónico, en virtud de los cual lo que emana de lo sensible es una ficción. La única realidad es invisible. La alegoría de la caverna funciona en la formación filosófica como un manifiesto: verdad de las Ideas, excelencia del mundo Inteligible, belleza del Concepto, y en contrapartida, fealdad del mundo sensible, rechazo de la materialidad del mundo, descrédito de lo real tangible e inmanente.



Así pues, el cristianismo, convertido en religión y filosofía oficial, desecha lo que molesta a su estirpe —el materialismo abderiano, el atomismo de Leucipo y Demócrito, Epicuro y los epicureísmos griegos y romanos tardíos, el nominalismo cínico, el hedonismo cirenaico, el perspectivismo y el relativismo sofista—  y privilegia lo que puede pasar por propedéutica en la nueva religión: el dualismo, el alma inmaterial, la reencarnación, la falta de consideración hacia el cuerpo, el odio a la vida, el gusto por el ideal ascético, la salvación o condena post mórtem de los pitagóricos y los platónicos, todo eso le viene de perlas.



El pensamiento emana, pues, de la interacción de una carne subjetiva que dice yo y el mundo que la contiene. No desciende del cielo, a la manera del Espíritu Santo, lanzando lenguas de fuego sobre la cabeza de los elegidos, sino que surge del cuerpo, brota de la carne y proviene de las entrañas. Lo que filosofa en el cuerpo no es otra cosa que las fuerzas y las debilidades, las potencias y las impotencias, la salud y las enfermedades, el gran juego de las pasiones corporales.



Filosofar es hacer viable y vivible la propia existencia allí donde nada es dado y todo debe ser construido. Con un cuerpo sufriente, enclenque y achacoso, Epicuro construyó un pensamiento que le permitió vivir bien, vivir mejor. Al mismo tiempo nos propuso a todos una nueva modalidad de existencia.
La tradición filosófica se niega a que la razón brote como una flor de semejante sedimento corporal: rechaza la materialidad de los destinos y la mecánica —compleja, cierto, pero de todos modos mecánica—del ser; se irrita ante la idea de una física de la metafísica; considera que su disciplina no es de la misma naturaleza que las demás actividades, actividades triviales, por añadidura, que se ocupan del aspecto material del mundo; sigue siendo platónica y rinde honores al fantasma de un pensamiento sin cerebro, de una reflexión sin cuerpo, de una meditación sin neuronas, de una filosofía sin carne, que desciende directamente del cielo para dirigirse a la única parte del hombre que escapa de lo extenso: el alma…



Estoy a favor, pues, de una contrahistoria de la filosofía como alternativa de la historiografía  dominante idealista; de una razón corporal y de la novela autobiográfica que la acompaña en una lógica puramente inmanente, en este caso, materialista; de una filosofía entendida como una egodicea que habrá que construir y decodificar; de una vida filosófica como epifanía de la razón; de una perspectiva existencial con una meta utilitarista y pragmática. El conjunto converge en un punto focal: el hedonismo. Cito a menudo la siguiente máxima de Chamfort, porque funciona como imperativo categórico hedonista: goza y haz gozar, sin hacer daño a nadie ni a ti mismo: ésa es la moral. 

*

Con vocabularios diferentes, en fórmulas y formulaciones separadas, con actores que se creían adversarios, siempre se ha optado por los mismo valores: honrar a padre y madre, consagrarse a la patria, cederle al prójimo su lugar primordial —amor al prójimo o fraternidad—, fundar una familia heterosexual, respetar a los ancianos, amar el trabajo, preferir las virtudes de la bondad —la caridad o la solidaridad, misericordia o indulgencia, limosna o ayuda mutua, beneficencia o justicia…— a la maldad, etc. El trabajo sobre los significantes  tuvo su mérito, pero se trata, en lo sucesivo, de llevar a cabo lo mismo con los significados.



La descristianización no gana nada con las vías de hecho: las guillotinas del Terror, las masacres de curas rebeldes, los incendios de iglesias, los saqueos de monasterios, las violaciones de religiosas, los vandalismos cometidos con objetos de culto no son justificables en ninguna parte y por ninguna razón. Una inquisición al revés no es más legítima o defendible que la de la Iglesia católica en su tiempo. La solución pasa por otras vías: el desmontaje teórico y la reconquista gramsciana a través de las ideas.



De modo que existe un ateísmo cristiano. La expresión, bajo su apariencia contradictoria, define un auténtico objeto conceptual: una filosofía que niega claramente la existencia de Dios, por cierto, pero que retoma a su vez los valores evangélicos de la religión de Cristo.
El ateísmo poscristiano conserva el principio adquirido de la peligrosidad de Dios. No niega su existencia, pero la reduce a su esencia: la alienación elaborada por los hombres según el principio de la hipóstasis de sus propias impotencias concentradas en una fuerza in-humana, en el sentido etimológico, adorada como una esencia separada de sí. Según el principio bovárico, los hombres no quieren verse tal cual son: limitados en su duración, en su potencia, saber y poder. Por lo tanto, crean la ficción de un personaje conceptual dotado de atributos que le faltan. Así, Dios es eterno, inmortal, omnipotente, omnipresente, omnisciente, etcétera.
No bien se aclara el misterio de Dios, el ateísmo poscristiano pasa a un segundo tiempo y desmonta con el mismo fervor los favores heredados del Nuevo Testamento que impiden una real soberanía individual y limitan la expansión vital de las subjetividades.



Para eliminar la miseria sexual, acabemos con los razonamientos perversos que la hacen posible: el deseo como falta; el placer asociado a colmar esa supuesta falta a través de la pareja fusionada; la familia apartada de su necesidad natural y transformada en solución de la libido considerada como problema; la promoción de la pareja monógama, fiel, que comparte el mismo hogar cada día; el sacrificio de las mujeres y de lo femenino en ellas; y los niños convertidos en verdad ontológica del amor de sus padres. El afán de superar esas ficciones socialmente útiles y necesarias, pero fatales para los individuos, contribuye a la construcción de un eros liviano.    



A priori, el deseo desencadena una formidable fuerza antisocial. Antes de su captura y domesticación bajo formas socialmente aceptables, el deseo representa una energía peligrosa para el orden establecido. Bajo su imperio, ya nada de lo que constituye un ser socializado conserva su valor: empleo del tiempo ordenado y repetitivo, prudencia en la acción, ahorro, sumisión, obediencia, aburrimiento... Triunfa, por lo tanto, todo lo opuesto: libertad total, soberanía del capricho, imprudencia generalizada, gastos suntuarios, insubordinación contra los valores y principios vigentes, rebeldía contra las lógicas dominantes y asocialidad total. Para poder existir y preservarse, la sociedad debe someter esa potencia salvaje y sin ley.



Ahora bien, el deseo no es falta, sino exceso que amenaza con desbordarse; el placer no define la completitud supuestamente realizada, sino el desborde por el desahogo. No hay metafísica de animales primitivos y andróginos, sino una física de la materia y una mecánica de los fluidos. Eros no desciende del cielo de las ideas platónicas, sino de las partículas del filósofo materialista. De ahí surge la necesidad de una erótica poscristiana, solar y atómica.   


De La fuerza de existir (Anagrama, 2008)
Traducción de Luz Freire

viernes, 5 de octubre de 2012

Francis Ponge - El silencio de las cosas



Sin duda no soy muy inteligente: en todo caso, las ideas no son mi fuerte. Siempre me han decepcionado. Las opiniones más fundamentadas, los sistemas filosóficos más coherentes (los mejor elaborados) siempre me han parecido absolutamente frágiles, me han provocado cierta repugnancia, insatisfacción, un molesto sentimiento de inconsistencia. De ningún modo doy por ciertos los juicios que emito durante una discusión. Con los que no estoy de acuerdo, casi siempre me parecen también válidos; es decir, para ser más exacto: ni más ni menos válidos. Se me convence, se me hace dudar fácilmente. Cuando digo que se me convence, es: si no de alguna verdad, por lo menos de la fragilidad de mi propia opinión. Además, la mayoría de las veces el valor de las ideas se me revela en razón inversa a la vehemencia con que se emiten. El tono de la convicción (incluso de la sinceridad) se adopta, me parece, tanto como para convencerse a sí mismo como para convencer al interlocutor, y más aún, quizás, para reemplazar la convicción. En cierto modo, para reemplazar la verdad ausente de los juicios emitidos. Esto es en realidad lo que pienso.
   Así pues, en lo que respecta a las ideas como tales, considero ser la persona menos capaz, y no me interesan mucho. Sin lugar a dudas, me dirán que esto también es una idea (una opinión)… pero: las ideas, las opiniones, me parecen controladas en cada uno de nosotros por cualquier cosa que no sea el libre albedrío o el juicio. Nada me parece más subjetivo, más epifenomenal. 
   No comprendo cómo alguien puede vanagloriarse de ello. Considero como algo insoportable que alguien pretenda imponerlas. Querer dar su opinión como válida objetivamente, o en lo absoluto, me parece tan absurdo como afirmar, por ejemplo, que el cabello rubio rizado es más verdadero que el cabello negro lacio, que el canto del ruiseñor está más cerca de la verdad que el relincho de caballo. (En cambio, me inclino mucho por la formulación y, quizás, en eso tenga algún talento. “Esto es lo que usted quiere decir…” y generalmente obtengo la aprobación de quien hablaba con la fórmula que le propongo. ¿Será un talento de escritor? Quizás.)



Si bien las ideas me decepcionan —no me resultan atractivas— con mucho gusto las apruebo, al darme cuenta de que es vital para ellas, ya que sólo están hechas para eso. Las ideas requieren de mi aprobación, la exigen y me es muy fácil dársela: esa dádiva, esa aprobación no me retribuye ningún placer, más bien, cierta repugnancia, náusea. Por el contrario, los objetos, los paisajes, los  acontecimientos, las personas del mundo exterior me atraen sobremanera. Tienen mi confianza. En virtud del solo hecho de que en absoluto la necesitan. Su presencia y su evidencia concretas, su espesor, sus tres dimensiones,  su lado palpable —indudable—, su existencia —de la que estoy mucho más seguro que de la mía propia—, su aspecto: “es bello porque yo no lo habría inventado, habría sido incapaz de inventarlo”, todo esto es mi única razón de ser, mejor dicho, mi pretexto; y la variedad de las cosas es en realidad lo que me construye. Esto es lo que quiero decir: su variedad me construye, me permitiría existir en el silencio mismo. Como el lugar alrededor del cual existen. Pero en relación con cada una de ellas solamente, en atención a cada una de ellas en particular, si sólo considero una, desaparezco: me aniquila. Y si ella es solamente mi pretexto, mi razón de ser, si es necesario entonces que yo exista a partir de ella, no será, no podrá ser sino por cierta creación de mi parte con respecto a ella. ¿Qué creación? El texto.



¿De qué se trata? Bien, si comprendieron, se trata de crear objetos literarios que tengan las mayores posibilidades no digo de vivir, sino de oponerse (objetarse, colocándose objetivamente) con constancia en la mente de las generaciones, que les interesen siempre (como les interesarán siempre los objetos exteriores como tales), permanezcan a su disposición, a la disposición de su deseo y gusto por lo concreto; de la evidencia (muda) oponible, o de lo representativo (o presentativo).
   Se trata de objetos de origen humano, hechos y colocados especialmente para el hombre (y por el hombre), pero que logren la exterioridad y la complejidad al mismo tiempo que la presencia y la evidencia de los objetos naturales. Pero que sean más conmovedores, si es posible, que los objetos naturales, en tanto que humanos; más decisivos, más capaces de lograr la aprobación.
   Y para eso —podríamos pensar— ¿es necesario que sean más abstractos que concretos? He ahí el problema… (Totalmente embrutecido por la visita del prefecto, no he podido avanzar más…)


De El silencio de las cosas (Universidad Iberoaméricana, 2000)

Traducción de Silvia Pratt


miércoles, 3 de octubre de 2012

Richard Rorty - Una ética para laicos


¿Tiene razón la Iglesia cuando afirma que existe una suerte de estructura de la existencia humana que puede funcionar como punto de referencia moral , o bien nosotros, en cuanto seres humanos, no tenemos otras obligaciones morales que la de ir alternativamente ayudándonos a cumplir nuestros deseos, alcanzando con ellos la máxima felicidad posible? Concuerdo con John Stuart Mill, el gran filósofo utilitarista, en que es ésta la única obligación moral que tenemos.

*

El filósofo George Santayana afirmó que la superstición es la confusión de un ideal con el poder, es creer que cualquier ideal debe estar en cierto modo fundado sobre algo ya existente, sobre algo trascendente que postula este ideal ante nosotros.

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Santayana sostenía, y yo concuerdo con él, que la única fuente de ideales morales es la imaginación humana; confiaba en que finalmente los seres humanos abandonarían la idea de que los ideales morales deberían fundarse sobre algo más amplio que los ideales mismos, confiaba en que comenzarían a pensar en estos ideales como creaciones humanas y que no sentirían las consecuencias de ellos.

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Los filósofos como Santayana y Stuart Mill rechazan, en efecto, reconocer cosa alguna como definitiva, porque consideran que el objeto de cualquier especulación filosófica o culto religioso es producto de la imaginación humana. Un día ese objeto podría ser suplantado por otro mejor.  No hay un final para ese proceso de sustitución, no existe un punto en que sea factible la pretensión de haber encontrado la idea justa, y haberlo hecho de manera definitiva.  

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Los relativistas como yo concordamos en que el derrumbe del marxismo nos ayudó a comprender por qué la política no debería intentar ser redentora. Y no porque se tenga a disposición otro tipo de redención, aquella que los católicos creen factible encontrar en la Iglesia, sino porque la redención siempre fue —ya desde el principio— una mala idea.

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Suele decirse que a los que disienten con Platón —como los filósofos a que hice referencia yo mismo— les falta el sentido de lo espiritual. Si por espiritualidad se entiende una aspiración a lo infinito, esta acusación está perfectamente justificada; pero si en cambio se considera la espiritualidad en sentido elevado de nuevas posibilidades que se abren a seres finitos, entonces no lo es. 


Richard Rorty

de Una ética para laicos (Katz, 2009)