lunes, 17 de septiembre de 2012

Charles Reznikoff - Masacres


De HOLOCAUSTO:


MASACRES*

1

El primer día que llegaron los alemanes a la ciudad
donde vivía la muchacha
juntaron a los hombres judíos y los obligaron a recoger la basura de las calles
con las manos.
Los hicieron desvestirse
y tras cada judío, un soldado alemán con bayoneta
le ordenaba correr:
si el judío paraba,
recibía un piquete en la espalda.
Casi todos regresaron a sus casas sangrando,
entre ellos su padre.
Después, cuando la guardia alemana abandonó la plaza,
la invadieron grandes camiones;
de cada uno saltaron cerca de doce soldados,
con uniformes verdes y cascos de acero:
eran hombres de las S.S.
Fueron de puerta en puerta
sacaron a los hombres judíos —jóvenes y viejos—   
y los llevaron a la plaza:
ahí les hicieron poner las manos en la nuca.
Aquella vez se llevaron unos treinta judíos;
entre ellos, su padre.
Los subieron a un camión y se los llevaron.
La muchacha quiso alcanzarlos,
corrió hasta llegar a un bosque vecino.
Ahí los encontró a todos—
muertos.

Les habían disparado
y con cierto orden
estaban tendidos en la tierra:
judíos y polacos
en grupos de cinco
pero judíos y polacos separados.
Besó a su padre:
estaba frío,
apenas se lo habían llevado una hora antes.


2

Cuando llegaron los alemanes
Su padre era dueño de una tenería
Y hombre prominente dentro de la comunidad judeo-polaca.
Metieron a sus caballos a la sinagoga y la convirtieron en establo.
Una tarde de sábado, campesinos de las aldeas vecinas
llegaron a decir que
los alemanes estaban matando judíos: tenían que escapar, esconderse.
Pero el rabino y otros ancianos del pueblo
dijeron que escapar era inútil;
pensaron que los alemanes se llevarían algunos muchachos para obligarlos a trabajar
pero no creyeron que mataran a nadie.

Al día siguiente, antes del amanecer, un judío de una aldea vecina
entró al pueblo gritando:
“¡Sálvense, judíos!
Los alemanes nos están matando.”
Y la gente del pueblo vio llegar a los alemanes.
El abuelo de la muchacha dijo: “Corran a esconderse, hijos, pero yo me quedo:
no me harán daño.”
Quienes pudieron se ocultaron en el bosque.
Durante el día oyeron balaceras—
gritos y tiros aislados;
pero al anochecer pensaron que los alemanes se estarían yendo del pueblo
y, en efecto, al cruzarse con ellos los campesinos
decían: “Regresen.
Los alemanes mataron a todos.”

Cuando regresaron,
vieron que los alemanes habían concentrado unos ciento cincuenta judíos,
entre ellos al rabino y otros notables
y los habían reunido en el centro del pueblo.
Le dijeron al rabino que llevara su manto ritual—
le ordenaron que se lo pusiera y con él cantara y bailara. Se negó
fue golpeado, igual que los otros judíos.
Luego los condujeron al cementerio.
Ahí les habían cavado una fosa poco profunda.
Los obligaron a acostarse
y dispararon. Pero su padre permaneció en el pueblo, vivo:
había dicho que estaba en su tienda cortando cuero para hacer zapatos
y fue registrado como zapatero.

Después, los alemanes entraron al pueblo para llevárselo todo;
el lugar hormigueaba de alemanes —cuatro o cinco por cada judío.
Muchos fueron llevados a un camión;
quienes no pudieron subir por sí mismos
fueron aventados; y aquellos que no alcanzaron lugar
recibieron la orden de correr siguiéndolo.
Los alemanes contaban a los judíos y buscaban a cada faltante de su lista.
La muchacha estaba entre los que corrían,
con su hijita en brazos.
Había quienes, también, cargaban dos o tres niños
llevándolos en brazos conforme corrían tras el camión.
Fusilaban a los que caían en el lugar mismo de la caída.

Cuando la muchacha alcanzó el camión,
todos estaban abajo, desnudos y formados,
entre ellos su familia.
Había una pequeña colina y al pie de la colina una zanja.
Los judíos recibieron la orden de pararse a lo alto de la colina
y cuatro hombres de la S.S. dispararon, los mataron uno a uno.
Cuando la muchacha llegó a la cima y miró hacia abajo
vio tres o cuatro filas de cadáveres sobre la tierra.
Algunos jóvenes intentaron huir
pero fueron alcanzados
y muertos ahí mismo.
Los niños se despedían de sus padres;
la hija de la muchacha dijo,
“Mamá, ¿qué esperamos? ¡Vamos a correr!”

Su padre no quiso desvestirse por completo
y se quedó en ropa interior.
Los hijos le pidieron que lo hiciera
pero no quiso y fue golpeado.
Luego los alemanes le desgarraron la ropa
y lo mataron.
También mataron a su madre,
y mataron a la madre de su padre;
tenía ochenta años
y llevaba dos niños en los brazos;
la hermana de su padre
también cargaba niños,
fue fusilada en el acto.
La hermana más joven y otra muchacha, amiga de su hermana,
se dirigieron a uno de los alemanes,
desnudas ante él,
le suplicaron misericordia.
El alemán las miró a los ojos
y las mató —a su hermana y a su joven amiga;
cayeron
abrazándose una a la otra.
El alemán que había matado a su hermana menor
se volvió havia la muchacha
y le dijo “¿a quién mato primero?”
Tenía a su hija en brazos y no quiso contestar.
Sintió que le quitaba a la niña;
la niña gritó y fue ejecutada.
Luego se dirigió hacia ella: la tomó de los cabellos
y le volteó la cabeza.
Permaneció parada y oyó un disparo
pero siguió de pie.
Volvió a voltearle la cabeza y le disparó;
cayó a la fosa
entre los cuerpos.

De pronto sintió que se ahogaba;
otros cuerpos habían caído sobre ella.
Trató de tomar aire
y empezó a trepar hacia el borde de la zanja,
y sintió que la jalaban
y mordían sus piernas.
Por fin llegó al borde.
Yacían cuerpos en todas partes
pero no todos estaban muertos:
agonizaban, pero no morían;
y los niños gemían, “Mamá!, ¡Papá!”
Quiso erguirse pero no pudo.
Los alemanes se habían ido.
Estaba desnuda,
cubierta de sangre y tierra con el excremento de las víctimas,
y notó que tenía un disparo atrás de la cabeza.
La sangre chorreaba
por todas partes;
y oyó gritos y lamentos de los sobrevivientes.
Comenzó a buscar entre los cuerpos a su hijita
gritando su nombre;
queriendo unirse a los muertos,
y llamando a su padre y a su madre;
“¿Por qué no me mataron a mí también?”

Estuvo ahí toda la noche.
De pronto vio alemanes a caballo
y se sentó en el campo
y escuchó la orden de amontonar los cadáveres;
y los cuerpos —muchos estaban heridos pero vivían—
fueron amontonados con palas.
Había niños que corrían.
Los alemanes los atraparon
y los fusilaron también;
pero no se acercaron a donde ella estaba. Los alemanes se fueron
y con ellos los campesinos de los alrededores
—obligados a ayudar—
y con ellos las metralletas y camiones.   

Se quedó tirada en el campo.
Los pastores trajeron sus rebaños;
y le tiraron piedras,
creyendo que estaba muerta o loca.
Después un granjero que pasaba la vio,
le dio de comer
y le ayudó a reunirse con los judíos en un bosque cercano.


3

Las tropas ocupantes formaron a las mujeres judías,
les ordenaron desvestirse,
y ellas permanecieron en ropa interior.
Un oficial, viendo la fila de mujeres,
Se detuvo a mirar a una joven—
Alta, de largas trenzas y ojos radiantes.
Siguió mirándola, luego sonrió y le dijo:
“¡Da un paso adelante!”
Atónita —todas lo estaban— no se movió,
él volvió a decir: “¡Da un paso adelante!
¿No quieres vivir?”
Ella dio ese paso
y entonces él dijo: “Qué pena
enterrar a semejante belleza.
¡Vete!
Pero no mires atrás.
Hay una calle que lleva a la avenida.
Síguela.”
Ella dudó
y luego empezó a caminar.
Las otras la miraron
—sin duda con envidia—
y ella avanzó, lentamente, paso a paso.
El oficial sacó su revólver
y le disparó por la espalda.


4

Un soldado que disparaba se había sentado en el borde estrecho de la fosa,
los pies colgando;
mientras fumaba un cigarro,
con la metralleta en las rodillas.

Al llegar cada camión, sus ocupantes—
hombres, mujeres y niños judíos de distintas edades—
tenían que desvestirse
y acomodar su ropa en lugares asignados,
en grandes pilas:
zapatos, abrigos, ropa interior.

El hombre de la S.S. sentado en la fosa,
llamó a su camarada
y contó hasta veinte, ya completamente desnudos,
y les ordenó bajar los escalones clavados en las paredes de la fosa:
tuvieron que trepar entre las cabezas de los muertos
hacia donde señalaba el soldado.
Mientras se dirigían a la fosa,
una joven esbelta de pelo negro,
al pasar junto a un civil alemán que estaba observando,
se señaló a sí misma y dijo:
“Tengo veintitrés años”.
Una vieja de pelo blanco
cargaba un bebé de un año
en sus brazos,
le cantaba y lo acariciaba,
y el niño parecía gozar;
y un padre sostenía la mano de su hijito
—el niño a punto de romper en llanto—
le hablaba suavemente,
acariciando su cabeza
y señalando al cielo.

Muy pronto los cuerpos fueron apilados en la fosa,
uno sobre otro,
todavía con los cráneos visibles y la sangre corriendo por los hombros;
algunos aún se movían,
levantando los brazos y agitando las cabezas.


5

Sacaron a unos veinte jasídicos de sus casas,
con los caftanes
y los mantos rituales que llevaban
y los libros sagrados en las manos.
Los llevaron a una colina.
Ahí recibieron la orden de cantar sus plegarias
y levantar los brazos para implorar la ayuda de Dios.
Y mientras lo hacían,
los oficiales les rociaron gasolina
y les prendieron fuego.


*Basado en una publicación del gobierno de los Estados Unidos, Juicios criminales ante el Tribunal Militar de Nuremberg y en las grabaciones del juicio de Eichmann en Jerusalén.


De Una antología de poesía norteamericana desde 1950 (Ediciones del Equilibrista, 1992)
Traducción: Adriana González Mateos y Myriam Moscona

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